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ANTIFOGA SOFOCLES

ARGUMENTO
Reina en Tebas, después de la muerte de los hermanos ETÉOCLES y POLINICE, CREONTE. El nuevo soberano prohíbe dar sepultura al cadáver del segundo. ANTÍGONA, su hermana, a pesar del decreto del tirano, obedeciendo a sus sentimientos de amor fraternal, se propone ir a sepultarlo y así se lo comunica a su hermana ISMENA, Esta rehúsa acompañarla; entonces ella decide realizarlo sola, pero es detenida y conducida ante el tirano CREONTE que la condena a muerte. HEMÓN, hijo de CREONTE y prometido de ANTÍGONA, pide a su padre que derogue esta sentencia, que considera injusta. Su padre no accede, y el joven se va al antro en donde ha sido encerrada ANTÍGONA; pero, cuando llega ésta ya se ha suicidado. El adivino TIRESIAS anuncia a CREONTE los tristes acontecimientos que deducidos de sus presagios se avecinan, y el CORO exhorta a CREONTE a que, para evitarlos, rectifique su sentencia, perdone a ANTÍGONA y dé sepultura a POLINICE. CREONTE, aunque de mala gana, accede; pero tardíamente, pues HEMÓN, en su desesperación, al encontrar a ANTÍGONA muerta, se suicida a la vista de su padre. Un mensajero viene a anunciar a la reina EURÍDICE la muerte de su hijo. Ella, enloquecida por el dolor que le produce la noticia, se retira en silencio y, dentro del palacio, se hunde una espada y muere increpando a CREONTE por la muerte de sus hijos. CREONTE se ve castigado, como lo dice el CORO: «¡Qué tarde parece que vienes a entender lo que es justicia!», y añade: «Hay que ser sensato en las resoluciones y no violar las leyes escritas, las leyes eternas».
PERSONAJES
ANTÍGONA
Hijas de EDIPO
ISMENA
TIRESIAS, adivino.
CREONTE, rey de Tebas.
EURÍDICE, esposa de Creonte.
HEMÓN, hijo de Creonte y Eurídice y prometido de Antígona.
UN CENTINELA.
UN MENSAJERO.
CORO DE ANCIANOS.
OTRO MENSAJERO.
EL CORIFEO

ACCION
La acción transcurre en el Agora de Tebas, ante de la puerta del palacio de CREONTE. La víspera, los argivos, mandados por POLINICE, han sido derrotados: han huido durante la noche que ha terminado. Despunta el día. En escena, ANTIGONA e ISMENA.
ANTIGONA: Tú, Ismena, mi querida hermana, que conmigo compartes las desventuras que Edipo nos legó, ¿sabes de un solo infortunio que Zeus no nos haya enviado desde que vinimos al mundo? Desde luego, no hay dolor ni maldición ni vergüenza ni deshonor alguno que no pueda contarse en el número de tus desgracias y de las mías. Y hoy, ¿qué edicto es ese que nuestro jefe, según dicen, acaba de promulgar para todo el pueblo? ¿Has oído hablar de él, o ignoras el daño que preparan nuestros enemigos contra los seres que no son queridos?
 ISMENA: Ninguna noticia, Antígona, ha llegado hasta mí, ni agradable ni dolorosa, desde que las dos nos vimos privadas de nuestros hermanos, que en un solo día sucumbieron el uno a manos del otro. «El ejército de los argivos desapareció durante la noche que ha terminado, y desde entonces no sé absolutamente nada que me haga más feliz ni más desgraciada.
ANTÍGONA: Estaba segura de ello, y por eso te he hecho salir del palacio para que puedas oírme a solas.
ISMENA: ¿Qué hay? Parece que tienes entre manos algún proyecto.
 ANTIGONA: Creonte ha acordado otorgar los honores de la sepultura a uno de nuestros hermanos y en cambio se la rehúsa al otro. A Etéocles, según parece, lo ha mandado enterrar de modo que sea honrado entre los muertos bajo tierra; pero en lo tocante al cuerpo del infortunado Polinice, también se dice que ha hecho pública una orden para todos los tebanos en la que prohíbe darle sepultura y que se le llore: hay que dejarlo sin lágrimas e insepulto para que sea fácil presa de las aves, siempre en busca de alimento. He aquí lo que el excelente Creonte ha mandado pregonar por ti y por mí; sí, por mí misma; y que va a venir aquí para anunciarlo claramente a quien lo ignore; y que no considerará la cosa como baladí; pues cualquiera que infrinja su orden, morirá lapidado por el pueblo. Esto es lo que yo tenía que comunicarte. Pronto vas a tener que demostrar si has nacido de sangre generosa o si no eres más que una cobarde que desmientes la nobleza de tus padres.
ISMENA: Pero, infortunada, si las cosas están dispuestas así ¿qué ganaría yo desobedeciendo o acatando esas órdenes?
ANTÍGONA: ¿Me ayudarás? ¿Procederás de acuerdo conmigo? Piénsalo.
ISMENA: ¿A qué riesgo vas a exponerte? ¿Qué es lo que piensas?
ANTÍGONA: ¿Me ayudarás a levantar el cadáver?
ISMENA: Pero ¿de verdad piensas darle sepultura, a pesar de que se haya prohibido a toda la ciudad?
ANTÍGONA: Una cosa es cierta: es mi hermano y el tuyo, quiéraslo o no. Nadie me acusará de traición por haberlo abandonado.
ISMENA: ¡Desgraciada! ¿A pesar de la prohibición de Creonte?
ANTÍGONA: No tiene ningún derecho a privarme de los míos.
ISMENA: ¡Ah! Piensa, hermana, en nuestro padre, que pereció cargado del odio y del oprobio, después que por los pecados que en sí mismo descubrió, se reventó los ojos con sus propias manos; piensa también que su madre y su mujer, pues fue las dos cosas a la vez, puso ella misma fin a su vida con un cordón trenzado, y mira, como tercera desgracia, cómo nuestros hermanos, en un solo día, los dos se han dado muerte uno a otro, hiriéndose mutuamente con sus propias manos. ¡Ahora que nos hemos quedado solas tú y yo, piensa en la muerte aún más desgraciada que nos espera si a pesar de la ley, si con desprecio de ésta, desafiamos el poder y el edicto del tirano! Piensa además, ante todo, que somos mujeres, y que, como tales, no podemos luchar contra los hombres; y luego, que estamos sometidas a gentes más poderosas que nosotras, y por tanto nos es forzoso obedecer sus órdenes aunque fuesen aún más rigurosas. En cuanto a mí se refiere, rogando a nuestros muertos que están bajo tierra que me perdonen porque cedo contra mi voluntad a la violencia, obedeceré a los que están en el poder, pues querer emprender lo que sobrepasa nuestra fuerza no tiene ningún sentido.
ANTIGONA: No insistiré; pero aunque luego quisieras ayudarme, no me será ya grata tu ayuda. Haz lo que te parezca. Yo, por mi parte, enterraré a Polinice. Será hermoso para mí morir cumpliendo ese deber. Así reposaré junto a él, amante hermana con el amado hermano; rebelde y santa por cumplir con todos mis deberes piadosos; que más cuenta me tiene dar gusto a los que están abajo, que a los que están aquí arriba, pues para siempre tengo que descansar bajo tierra. Tú, si te parece, desprecia lo que para los dioses es lo más sagrado
ISMENA: No desprecio nada; pero no dispongo de recursos para actuar en contra de las leyes de la ciudad.
ANTÍGONA: Puedes alegar ese pretexto. Yo, por mi parte, iré a levantar el túmulo de mi muy querido hermano.
 ISMENA: ¡Ay, desgraciada!, ¡qué miedo siento por ti!
ANTÍGONA: No tengas miedo por mí; preocúpate de tu propia vida.
ISMENA: Pero por lo menos no se lo digas a nadie. Manténlo secreto; yo haré lo mismo.
ANTÍGONA: Yo no. Dilo en todas partes. Me serías más odiosa callando la decisión que he tomado que divulgándola.
ISMENA: Tienes un corazón de fuego para lo que hiela de espanto.
ANTÍGONA: Pero sé que soy grata a aquellos a quienes sobre todo me importa agradar.
ISMENA: Si al menos pudieras tener éxito; pero sé que te apasionas por un imposible.
 ANTÍGONA: Pues bien, ¡cuando mis fuerzas desmayen lo dejaré!
ISMENA: Pero no hay que perseguir lo imposible.
ANTÍGONA: Si continúas hablando así, serás el blanco de mi odio y te harás odiosa al muerto a cuyo lado dormirás un día. Déjame, pues, con mi temeridad afrontar este peligro, ya que nada me sería más intolerable que no morir con gloria.
ISMENA: Pues si estás tan decidida, sigue. Sin embargo, ten presente una cosa: te embarcas en una aventura insensata; pero obras como verdadera amiga de los que te son queridos. (ANTÍGONA e ISMENA se retiran. ANTÍGONA se aleja; ISMENA entra al palacio.
El CORO, compuesto de ancianos de Tebas, entra y saluda lo primero al Sol naciente.) CORO: ¡Rayos del Sol naciente! ¡Oh tú, la más bella de las luces que jamás ha brillado sobre Tebas la de las siete puertas! Por fin has lucido, ojos del dorado día, llegando por sobre las fuentes circeas. Obligaste a emprender precipitada fuga, en su veloz corcel, a toda brida, al guerrero de blanco escudo que de Argos vino armado de todas sus armas. «Este ejército que en contra nuestra, sobre nuestra tierra, había levantado Polinice, excitado por equívocas discordias, y que, cual águila que lanza estridentes gritos, se abatió sobre nuestro país, protegido con sus blancos escudos y cubierto con cascos empenachados con crines de caballos, poniendo en movimiento innumerables armas, planeando sobre nuestros hogares abiertas sus garras, cercaba con sus mortíferas lanzas las siete puertas de nuestra ciudad. Pero hubo de marcharse sin poder saciar su voracidad en nuestra sangre, y antes que Efesto y sus teas resinosas prendiesen sus llamas en las torres que coronan la ciudad; tan estruendoso ha sido el estrépito de Ares, que resonó a espaldas de los arivos, y que ha hecho invencible al Dragón competidor.
 CORIFEO: Zeus, en efecto, aborrece las bravatas de una lengua orgullosa; y cuando vio a los argivos avanzar como impetuosa riada, arrogantes, con el estruendo de sus doradas armas, blandiendo el rayo de su llama abatió al hombre que, en lo alto de las almenas, se aprestaba ya a entonar himnos de victoria.
CORO: Sobre el suelo que retumbó al chocar con él, cayó fulminado el portador del fuego en el momento en que, llevado por el empuje de un frenético ardor, respiraba contra nosotros el soplo los vientos más desoladores. En cuanto a los demás, el gran Ares, nuestro propicio aliado, les infligió, persiguiéndolos con otros reveses, otra clase de muerte
CORIFEO: Los siete jefes apostados ante las siete puertas, enfrentándose con los otros siete, dejaron como ofrenda a Zeus, victorioso, el tributo de sus armas de bronce. «Todos huyeron, salvo los dos desgraciados que, nacidos de un mismo padre y de una misma madre, enfrentando una contra otra sus lanzas soberanas, alcanzaron los dos la misma suerte en un común perecer.
CORO: Pero Niké, la gloriosa, llegó y pagó en retorno el amor de Tebas, la ciudad de los numerosos carros, haciendo que pasase del dolor a la alegría. La guerra ha terminado. Olvidémosla. Vayamos con nocturnos coros, que se prolongan en la noche, a todos los templos de los dioses; y que Baco, el dios que con sus pasos hace vibrar nuestra tierra, sea nuestro guía.
CORIFEO: Pero he aquí que llega Creonte, hijo de Meneceo, nuevo rey del país en virtud de los acontecimientos que los dioses acaban de promover. «¿Qué proyecto se agita en su espíritu para que haya convocado, por heraldo público, esta asamblea de ancianos aquí congregados? (Entra CREONTE con numeroso séquito.)
CREONTE: Ancianos, los dioses, después de haber agitado rudamente con la tempestad la ciudad, le han devuelto al fin la calma. A vosotros solos, de entre todos los ciudadanos, os han convocado aquí mis mensajeros porque me es conocida vuestra constante y respetuosa sumisión al trono de Layo, y vuestra devoción a Edipo mientras rigió la ciudad, así como cuando, ya muerto, os conservasteis fieles con constancia a sus hijos. Ahora, cuando éstos, por doble fatalidad, han muerto el mismo día, al herir y ser heridos con sus propias fratricidas manos, quedo yo, de ahora en adelante, por ser el pariente más cercano de los muertos, dueño del poder y del trono de Tebas. Ahora bien, imposible conocer el alma, los sentimientos y el pensamiento de ningún hombre hasta que no se le haya visto en la aplicación de las leyes y en el ejercicio del poder. Por mi parte considero, hoy como ayer, un mal gobernante al que en el gobierno de una ciudad no sabe adoptar las decisiones más cuerdas y deja que el miedo, por los motivos que sean, le encadene la lengua; y al que estime más a un amigo que a su propia patria, a ése lo tengo como un ser despreciable. ¡Que Zeus eterno, escrutador de todas las cosas, me oiga! Jamás pasaré en silencio el daño que amenaza a mis ciudadanos, y nunca tendré por amigo a un enemigo del país. Creo, en efecto, que la salvación de la patria es nuestra salvación y que nunca nos faltarán amigos mientras nuestra nave camine gobernada con recto timón. Apoyándome en tales principios, pienso poder lograr que esta ciudad sea floreciente; y guiado por ellos, acabo hoy de hacer proclamar por toda la ciudad un edicto referente a los hijos de Edipo. A Etéocles, que halló la muerte combatiendo por la ciudad con un valor que nadie igualó, ordeno que se le entierre en un sepulcro y se le hagan y ofrezcan todos los sacrificios expiatorios que acompañan a quienes mueren de una manera gloriosa. Por el contrario, a su hermano, me refiero a Polinice, el desterrado que volvió del exilio con ánimo de trastornar de arriba abajo el país paternal y los dioses familiares, y con la voluntad de saciarse con vuestra sangre y reduciros a la condición de esclavos, queda públicamente prohibido a toda la ciudad honrarlo con una tumba y llorarlo. ¡Que se le deje insepulto, y que su cuerpo quede expuesto ignominiosamente para que sirva de pasto a la voracidad de las aves y de los perros! Tal es mi decisión; pues nunca los malvados obtendrán de mí estimación mayor que los hombres de bien. En cambio, quienquiera que se muestre celoso del bien de la ciudad, ése hallará en mí, durante su vida como después de su muerte, todos los honores que se deben a los hombres de bien.
CORIFEO: Tales son las disposiciones, Creonte, hijo de Meneceo, que te place tomar tanto respecto del amigo como del enemigo del país. Eres dueño de hacer prevalecer tu voluntad, tanto sobre los que han muerto como sobre los que vivimos.
CREONTE: Velad, pues, para que mis órdenes se cumplan.
CORIFEO: Encarga de esta comisión a otros más jóvenes que nosotros.
CREONTE: Guardias hay ya colocados cerca del cadáver. CORIFEO: ¿Qué otra cosa tienes aún que recomendarnos?
CREONTE: Que seáis inflexibles con los que infrinjan mis órdenes.
CORIFEO: Nadie será lo bastante loco como para desear la muerte.
CREONTE: Y tal sería su recompensa. Pero por las esperanzas que despierta el lucro se pierden a menudo los hombres. (Llega un MENSAJERO, uno de los guardianes colocados cerca del cadáver de Polinice. Después de muchas vacilaciones, se decide a hablar.)
MENSAJERO: Rey, no diré que llego así, sin aliento, por haber venido de prisa y con pies ligeros, porque varias veces me he detenido a pensar, y al volver a andar, me volví a parar y a desandar el camino. Mi alma conversaba conmigo, y a menudo me decía: «¡Desgraciado!, ¿por qué vas a donde serás castigado apenas llegues? ¡Infortunado! ¿Vas todavía a retrasarte de nuevo? Y si Creonte se entera por otro de lo que vas a decirle, ¿cómo podrías escapar al castigo?» Rumiando tales pensamientos, avanzaba lentamente y alargaba el tiempo. De este modo, un camino corto se convierte en un trayecto largo. Al fin, sin embargo, me decidí a venir aquí y comparecer ante ti. Y aunque no pueda explicar nada, hablaré a pesar de ello, pues vengo movido por la esperanza de sufrir tan sólo lo que el Destino haya decretado.
CREONTE: ¿Qué hay? ¿Qué es lo que te tiene tan perplejo?
MENSAJERO: Quiero primero informarte de lo que me concierne. La cosa no he sido yo quien la ha hecho, ni he visto al autor: no sería, pues, justo que yo sufriese castigo por ello.
CREONTE: ¡Cuánta prudencia y cuántas precauciones tomas! Voy creyendo que tienes que darme cuenta de algunas novedades.
MENSAJERO: Cuesta mucho trabajo decir las cosas desagradables.
CREONTE: ¿Hablarás al fin y dirás tu mensaje para descargarte de él?
MENSAJERO: Voy, pues, a hablarte. Un desconocido, después de haber sepultado al muerto y esparcido sobre su cuerpo un árido polvo y cumplidos los ritos necesarios, ha huido hace rato.
CREONTE: ¿Qué es lo que dices? ¿Qué hombre ha tenido tal audacia? MENSAJERO: Yo no sé. Allí no hay señales de golpe de azada, ni el suelo está removido con la ligona: la tierra está dura, intacta, y ningún carro la ha surcado. El culpable no ha dejado ningún indicio. Cuando el primer centinela de la mañana dio la noticia el hecho nos produjo triste sorpresa; el cadáver no se veía; no estaba enterrado; aparecía solamente cubierto con un polvo fino, como si se lo hubieran echado para evitar una profanación. Ni rastro de fiera ni de perros que lo hubieran arrastrado para destrozarlo. Una lluvia de insultos descargamos unos contra otros. Cada centinela echaba la culpa al otro, y hubiéramos llegado a las manos sin que hubiera nadie para impedirlo. Cada cual sospechaba del otro, pero nadie quedaba convicto; todos negaban y todos decían que no sabían nada. Estábamos ya dispuestos a la prueba de coger el hierro candente en las manos, a pasar por el fuego y jurar por los dioses que éramos inocentes y que desconocíamos tanto al autor del proyecto como a su ejecutor, cuando al fin, como nuestras pesquisas no conducían a nada, uno de nosotros habló de modo que nos obligó a inclinar medrosamente la cabeza, pues no podíamos ni contradecirle ni proponer una solución mejor. Su opinión fue que había que comunicarte lo que pasaba y no ocultártelo. Esta idea prevaleció, y fui yo, ¡desgraciado de mí!, a quien la suerte designó para esta buena comisión. Heme aquí, pues, contra mi voluntad y contra la tuya también, demasiado lo sé, ya que nadie desea un mensajero con malas noticias.
CORIFEO: Rey, desde hace tiempo mi alma se pregunta si este acontecimiento no habrá sido dispuesto por los dioses.
CREONTE: Cállate, antes que tus palabras me llenen de cólera, si no quieres pasar a mis ojos por viejo y necio a la vez. Dices cosas intolerables, suponiendo que los dioses puedan preocuparse por ese cadáver. ¿Es que podrían ellos, al darle tierra, premiar como a su bienhechor al que vino a incendiar sus templos con sus columnatas, y a quemar las ofrendas que se les hacen y a trastornar el país y sus leyes? ¿Cuándo has visto tú que los dioses honren a los malvados? No, ciertamente. Pero desde hace tiempo algunos ciudadanos se someten con dificultad a mis órdenes y murmuran en contra mía moviendo la cabeza, pues no quieren someter su cuello a mi yugo, como convenía, para acatar de corazón mis mandatos. Son estas gentes, lo sé, las que habrán sobornado a los centinelas y les habrán inducido a hacer lo que han hecho. De todas las instituciones humanas, ninguna como la del dinero trajo a los hombres consecuencias más funestas. Es el dinero el que devasta las ciudades, el que echa a los hombres de los hogares, el que seduce las almas virtuosas y las incita a acciones vergonzosas; es el dinero el que en todas las épocas ha hecho a los hombres cometer todas las perfidias y el que les enseñó la práctica de todas las impiedades. Pero los que, dejándose corromper, han cometido esta mala acción, tendrán en plazo más o menos largo su castigo. Porque tan cierto como que Zeus sigue siendo el objeto de mi veneración, tenlo entendido, y te lo digo bajo juramento, que si no encontráis, y traéis aquí, ante mis ojos, a aquel cuyas manos hicieron esos funerales, la muerte sola no os bastará, pues seréis colgados vivos hasta que descubráis al culpable y conozcáis así de dónde hay que esperar sacar provecho y aprendáis que no se debe querer sacar ganancia de todo, y veréis entonces que los beneficios ilícitos han perdido a más gente que la que han salvado.
MENSAJERO: ¿Me permitirás decir una palabra, o tendré que retirarme sin decir nada?
CREONTE: ¿No sabes ya cuán insoportables me resultan tus palabras?
MENSAJERO: ¿Es que ellas muerden tus oídos o tu corazón?
CREONTE: ¿Por qué quieres precisar el lugar de mi dolor?
 MENSAJERO: El culpable aflige tu alma; yo no hago más que ofender tus oídos.
CREONTE: ¡Ah! ¡Qué insigne charlatán has salido desde tu nacimiento!
MENSAJERO: Por lo menos no he sido yo quien ha cometido ese crimen.
CREONTE: Pero, ya que por dinero has vendido tu alma...
MENSAJERO: ¡Ay! ¡Gran desgracia es juzgar por sospechas, y que las sospechas sean falsas!
CREONTE: ¡Vamos! ¡Ahora te vas a andar con sutilezas sobre la opinión! Si no me traéis a los autores del delito, tendréis que reconocer, a no tardar, que las ganancias que envilecen causan graves perjuicios.
MENSAJERO: ¡Sí; que se descubra al culpable ante todo! Pero que se le coja, o que no, pues es el Destino quien lo decidirá, no hay peligro de que tú me veas jamás volver por aquí, y ahora que, contra toda esperanza y contra todos mis temores, logro escapar, debo a los dioses una gratitud infinita. (El GUARDIÁN se retira.)
CORO: Numerosas son las maravillas del mundo; pero, de todas, la más sorprendente es el hombre. Él es quien cruza los mares espumosos agitados por el impetuoso Noto, desafiando las alborotadas olas que en torno de él se encrespan y braman. La más poderosa de todas las diosas, la imperecedera, la inagotable Tierra, él la cansa año tras año, con el ir y venir de la reja de los arados, volteándola con ayuda de las yuntas de caballos. «El hombre industrioso envuelve en las mallas de sus tendidas redes y captura a la alígera especie de las aves, así como a la raza temible de las fieras y a los seres que habitan el océano. El, con sus artes se adueña de los animales salvajes y montaraces; y al caballo de espesas crines lo domina con el freno, y somete bajo el yugo, que por ambas partes le sujeta, al indómito toro bravío. Y él se adiestró en el arte de la palabra y en el pensamiento, sutil como el viento, que dio vida a las costumbres urbanas que rigen las ciudades, y aprendió a resguardarse de la intemperie, de las penosas heladas y de las torrenciales lluvias. Y porque es fecundo en recursos, no le faltan en cualquier instante para evitar que en el porvenir le sorprenda el azar; sólo del Hades no ha encontrado medio de huir, a pesar de haber acertado a luchar contra las más rebeldes enfermedades, cuya curación ha encontrado. Y dotado de la industriosa habilidad del arte, más allá de lo que podía esperarse, se labra un camino, unas veces hacia el mal y otras hacia el bien, confundiendo las leyes del mundo y la justicia que prometió a los dioses observar. «Es indigno de vivir en una ciudad el que, estando al frente de la comunidad, por osadía se habitúa al mal. Que el hombre que así obra no sea nunca ni mi huésped en el hogar ni menos amigo mío. (Llega de nuevo el CENTINELA trayendo atada a ANTÍGONA.)
CORIFEO: ¡Qué increíble y sorprendente prodigio! ¿Cómo dudar, pues la reconozco, que sea la joven Antígona? ¡Oh! ¡Desdichada hija del desgraciado Edipo! ¿Qué pasa? Te traen porque has infringido los reales edictos y te han sorprendido cometiendo un acto de tal imprudencia?
CENTINELA: ¡He aquí la qué lo ha hecho! La hemos cogido en trance de dar sepultura al cadáver. Pero, ¿dónde está Creonte? CORIFEO: Sale del palacio y llega oportunamente. (Llega CREONTE.)
CREONTE: ¿Qué hay? ¿Para qué es oportuna mi llegada? CENTINELA: Rey, los mortales no deben jurar nada, pues una segunda decisión desmiente a menudo un primer propósito. No hace mucho, en efecto, amedrentado por tus amenazas, me había yo prometido no volver a poner los pies aquí. Pero una alegría que llega cuando menos se la espera no tiene comparación con ningún otro placer. Vuelvo, pues, a despecho de mis juramentos, y te traigo a esta joven que ha sido sorprendida en el momento en que cumplía los ritos funerarios. La suerte, esta vez, no ha sido consultada, y este feliz hallazgo ha sido descubierto por mí solo y no por otro. Y ahora que está ya en tus manos, rey, interrógala y hazle confesar su falta. En cuanto a mí, merezco quedar suelto y para siempre libre, a fin de escapar a los males con que estaba amenazado.
CREONTE: ¿En qué lugar y cómo has cogido a la que me traes?
CENTINELA: Ella misma estaba enterrando el cadáver; ya lo sabes todo. ¿Hablo concretamente y con claridad?.
CREONTE: ¿Cómo la has visto y cómo la has sorprendido en el hecho?
CENTINELA: Pues bien, la cosa ha ocurrido así: cuando yo llegué, aterrado por las terribles amenazas que tú habías pronunciado, barrimos todo el polvo que cubría al muerto y dejamos bien al descubierto el cadáver, que se estaba descomponiendo. Después, para evitar que las fétidas emanaciones llegasen hasta nosotros, nos sentamos de espaldas al viento, en lo alto de la colina. Allí, cada uno de nosotros excitaba al otro con rudas palabras a la más escrupulosa vigilancia, para que nadie anduviera remiso en el cumplimiento de la empresa. Permanecimos así hasta que el orbe resplandeciente del Sol se paró en el centro del éter y el calor ardiente arrasaba. En este momento, una tromba de viento, trastorno prodigioso, levantó del suelo un torbellino de polvo; llenó la llanura, devastó todo el follaje del bosque y obscureció el vasto éter. Aguantamos con los ojos cerrados aquel azote enviado por los dioses. Pero cuando la calma volvió, mucho después, vimos a esta joven que se lamentaba con una voz tan aguda como la del ave desolada que encuentra su nido vacío, despojado de sus polluelos. De este mismo modo, a la vista del cadáver desnudo, estalló en gemidos; exhaló sollozos y comenzó a proferir imprecaciones contra los autores de esa iniquidad. Con sus manos recogió en seguida polvo seco, y luego, con una jarra de bronce bien cincelado, fue derramando sobre el difunto tres libaciones. Al ver esto, nosotros nos lanzamos sobre ella enseguida; todos juntos la hemos cogido, sin que diese muestra del menor miedo. Interrogada sobre lo que había ya hecho y lo que acababa de realizar, no negó nada. Esta confesión fue para mí, por lo menos, agradable y penosa a la vez. Porque el quedar uno libre del castigo es muy dulce, en efecto; pero es doloroso arrastrar a él a sus amigos. Pero, en fin, estos sentimientos cuentan para mí menos que mi propia salvación. (Una pausa.)
CREONTE (Dirigiéndose a ANTÍGONA.): ¡Oh! Tú, tú que bajas la frente hacia la tierra, confirmas o niegas haber hecho lo que éste dice?
ANTÍGONA: Lo confirmo, y no niego absolutamente nada. CREONTE (Al CENTINELA.): Libre de la grave acusación que pesaba sobre tu cabeza, puedes ir ahora a donde quieras. (El CENTINELA se va.)
CREONTE (Dirigiéndose a ANTÍGONA.): ¿Conocías prohibición que yo había promulgado? Contesta claramente.
ANTÍGONA (Levanta la cabeza y mira a CREONTE.): La conocía. ¿Podía ignorarla? Fue públicamente proclamada. CREONTE: ¿Y has osado, a pesar de ello, desobedecer mis órdenes?
ANTÍGONA: Sí, porque no es Zeus quien ha promulgado para mí esta prohibición, ni tampoco Niké, compañera de los dioses subterráneos, la que ha promulgado semejantes leyes a los hombres; y he creído que tus decretos, como mortal que eres, puedan tener primacía sobre las leyes no escritas, inmutables de los dioses. No son de hoy ni ayer esas leyes; existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan. No tenía, pues, por qué yo, que no temo la voluntad de ningún hombre, temer que los dioses me castigasen por haber infringido tus órdenes. Sabía muy bien, aun antes de tu decreto, que tenía que morir, y ¿cómo ignorarlo? Pero si debo morir antes de tiempo, declaro que a mis ojos esto tiene una ventaja. ¿Quién es el que, teniendo que vivir como yo en medio de innumerables angustias, no considera más ventajoso morir? Por tanto, la suerte que me espera y tú me reservas no me causa ninguna pena. En cambio, hubiera sido inmenso mi pesar si hubiese tolerado que el cuerpo del hijo de mi madre, después de su muerte, quedase sin sepultura. Lo demás me es indiferente. Si, a pesar de todo, te parece que he obrado como una insensata, bueno será que sepas que es quizás un loco quien me trata de loca.
CORIFEO: En esta naturaleza inflexible se reconoce a la hija del indomable Edipo: no ha aprendido a ceder ante la desgracia.
CREONTE (Dirigiéndose al CORO.): Pero has de saber que esos espíritus demasiado inflexibles son entre todos los más fáciles de abatir, y que el hierro, que es tan duro, cuando la llama ha aumentado su dureza, es el metal que con más facilidad se puede quebrar y hacerse pedazos. He visto fogosos caballos a los que un sencillo bocado enfrena y domina. El orgullo sienta mal a quien no es su propio dueño. Ésta ha sabido ser temeraria infringiendo la ley que he promulgado y añade una nueva ofensa a la primera, gloriándose de su desobediencia y exaltando su acto. En verdad, dejaría yo de ser hombre y ella me reemplazaría, si semejante audacia quedase impune. Pero que sea o no hija de mi hermana, y sea mi más cercana parienta, entre todos los que adoran a Zeus en mi hogar, ella y su hermana no escaparán a la suerte más funesta, pues yo acuso igualmente a su hermana de haber premeditado y hecho estos funerales. Llamadla. Hace un rato la he visto alocada y fuera de sí. Frecuentemente las almas que en la sombra maquinan un acto reprobable, suelen por lo general traicionarse antes de la ejecución de sus actos. Pero aborrezco igualmente al que, sorprendido en el acto de cometer su falta, intenta dar a su delito nombres gloriosos.
 ANTÍGONA: Ya me has cogido. ¿Quieres algo más que matarme?
 CREONTE: Nada más; teniendo tu vida, tengo todo lo que quiero.
ANTÍGONA: Pues, entonces, ¿a qué aguardas? Tus palabras me disgustan y ojalá me disgusten siempre, ya que a ti mis actos te son odiosos. ¿Qué hazaña hubiera podido realizar yo más gloriosa que de dar sepultura a mi hermano? (Con un gesto designando el CORO.) Todos los que me están escuchando me colmarían de elogios si el miedo no encadenase sus lenguas. Pero los tiranos cuentan entre sus ventajas la de poder hacer y decir lo quieren.
CREONTE: Tú eres la única entre los cadmeos que ve las cosas así.
ANTÍGONA: Ellos las ven como yo; pero ante ti, sellan sus labios.
CREONTE: Y tú, ¿cómo no enrojeces de vergüenza de disentir de ellos?
 ANTÍGONA: No hay motivos para enrojecer por honrar a los que salieron del mismo seno.
CREONTE: ¿No era también hermano tuyo el que murió combatiendo contra el otro?
ANTÍGONA: Era mi hermano de padre y de madre.
CREONTE: Entonces, ¿por qué hacer honores al uno que resultan impíos para con el otro?
ANTÍGONA: No diría que lo son el cadáver del muerto.
CREONTE: Sí; desde el momento en que tú rindes a este muerto más honores que al otro.
ANTÍGONA: No murió como su esclavo, sino como su hermano.
 CREONTE: Sin embargo, el uno asolaba esta tierra y el otro luchaba por defenderla.
ANTÍGONA: Hades, sin embargo, quiere igualdad de leyes para todos.
 CREONTE: Pero al hombre virtuoso no se le debe igual trato que al malvado.
ANTÍGONA: ¿Quién sabe si esas máximas son santas allá abajo?
CREONTE: No; nunca un enemigo mío será mi amigo después de muerto.
ANTÍGONA: No he nacido para compartir el odio, sino el amor.
CREONTE: Ya que tienes que amar, baja, pues, bajo tierra a amar a los que ya están allí. En cuanto a mí, mientras viva, jamás una mujer me mandará (Se ve llegar a ISMENA entre dos esclavos.)
CORIFEO: Pero he aquí que en el umbral del palacio está Ismena, dejando correr lágrimas de amor por su hermana. Una nube de dolor que pesa sobre sus ojos ensombrece su rostro enrojecido, y baña en llanto sus lindas mejillas. (Entra ISMENA.)
CREONTE: ¡Oh tú que, como una víbora, arrastrándose cautelosamente en mi hogar, bebías, sin yo saberlo, mi sangre en la sombra! ¡No sabía yo que criaba dos criminales dispuestas a derribar mi trono! Vamos, habla, ¿vas a confesar tú también haber participado en los funerales, o vas a jurar que no sabías nada?
ISMENA: Sí, soy culpable, si mi hermana me lo permite; cómplice soy suya y comparto también su pena. ANTÍGONA (Vivamente.): Pero la Justicia no lo permitirá, puesto que has rehusado seguirme y yo no te he asociado a mis actos.
ISMENA: Pero en la desgracia en que te hayas no me avergüenza asociarme al peligro que corres.
ANTÍGONA: Hades y los dioses infernales saben quiénes son los responsables. Quien me ama sólo de palabra, no es amiga mía. ISMENA: Hermana mía, no me juzgues indigna de morir contigo y de haber honrado al difunto.
ANTÍGONA: Guárdate de unirte a mí muerte y de atribuirte lo que no has hecho. Bastará que muera yo.
ISMENA: Y ¿qué vida, abandonada de ti, puede serme aún apetecible?
ANTÍGONA: Pregúntaselo a Creonte, que tanta solicitud te inspira.
ISMENA: ¿Por qué quieres afligirme así, sin provecho alguno para ti?
ANTÍGONA: Si te mortifico, ciertamente no es sin dolor.
ISMENA: ¿No puedo al menos ahora pedirte algún favor?
ANTÍGONA: Salva tu vida; no te envidio al conservarla.
ISMENA: ¡Malhaya mi desgracia! ¿No podría yo compartir tu muerte?
ANTÍGONA: Tú has preferido vivir; yo en cambio, he escogido morir.
ISMENA: Pero al menos te he dicho lo que tenía que decirte.
ANTÍGONA: Sí, a unos les parecerán sensatas tus palabras; a otros, las mías.
ISMENA: Sin embargo, la falta es común a ambas.
ANTÍGONA: Tranquilízate. Tú vives; pero mi alma está muerta desde hace tiempo y ya no es capaz de ser útil más que a los muertos.
CREONTE: Estas dos muchachas, lo aseguro, están locas. Una acaba de perder la razón; la otra la había perdido desde el día en que nació.
 ISMENA: Es que, ¡oh rey!, la razón con que la Naturaleza nos ha dotado no persiste en un momento de desgracia excesiva, y en ciertos casos, aun el más cuerdo acaba por perder el juicio. CREONTE: El tuyo, seguramente, se perdió cuando quisiste ser cómplice de unos malvados. ISMENA: Sola y sin ella, ¿qué será para mí la vida?
CREONTE: No hables más de ella, pues ya no existe.
ISMENA: Y ¿vas a matar a la prometida de tu hijo?
CREONTE: Hay otros surcos donde poder labrar.
ISMENA: No era eso lo que entre ellos se había convenido.
CREONTE: No quiero para mis hijos mujeres malvadas.
ISMENA: ¡Oh Hemón bienamado! ¡Cuán gran desprecio siente por ti tu padre!
 CREONTE: Me estáis resultando insoportables tú y esas bodas.
CORIFEO: ¿Verdaderamente privarás de ésta a tu propio hijo?
CREONTE: Es Plutón, no yo, quien ha de poner fin a esas nupcias.
ISMENA: ¿De modo que, según parece, su muerte está ya decidida?
CREONTE: Lo has dicho y lo he resuelto. Que no se retrase más. Esclavos, llevadlas al palacio. Es preciso que queden bien sujetas, de modo que no tengan ninguna libertad. Que los valientes, cuando ven que Hades amenaza su vida, intentan la huida. (Unos esclavos se llevan a ANTÍGONA e ISMENA. CREONTE queda.)
CORO: Dichosos aquellos cuya vida se ha deslizado sin haber probado los frutos de la desgracia. Porque cuando un hogar sufre los embates de los dioses, el infortunio se ceba en él sin tregua sobre toda su descendencia. Al modo como cuando los vientos impetuosos de Tracia azotan, las aguas remueven hasta el fondo los abismos submarinos, y levantan las profundas arenas, que el viento dispersa, y las olas mugen y braman batiendo las costas, en la mansión de los Labdácidas, voy viendo desde hace mucho tiempo cómo nuevas desgracias se van acumulando unas tras otras a las que padecieron los que ya no existen. «Una generación no libera a la siguiente; un dios se encarniza con ella sin darle reposo. Hoy que la luz de una esperanza se columbraba para la casa de Edipo en sus últimos retoños, he aquí que un polvo sangriento otorgado a los dioses infernales, unas palabras poco sensatas, y el espíritu ciego y vengativo de un alma, han extinguido esa luz. ¿Qué orgullo humano podría, ¡oh Zeus!, atajar tu poder, que jamás doma ni el suelo, que todo lo envejece, ni el transcurso divino de los meses infatigables? Exento de vejez, reinas como soberano en el resplandor reverberante del Olimpo. Para el hombre esta ley inmutable prevalecerá por toda la eternidad, y regirá, como en el pasado, en el presente y en el porvenir; en la vida de los mortales nada grave ocurre sin que la desgracia se mezcle en ello. La esperanza inconstante es un consuelo, en verdad, para muchos hombres; pero para otros muchos no es más que un engaño de sus crédulos anhelos. Se infiltra en ellos sin que se den cuenta hasta el momento en que el fuego abrasa sus pies. Un sabio dijo un día estas memorables palabras: «El mal se reviste con el aspecto del bien para aquel a quien un dios empuja a la perdición; entonces sus días no están por mucho tiempo al abrigo de la desgracia». (HEMÓN entra por la puerta central.) CORIFEO: Pero he aquí a Hemón, el menor de tus hijos. Viene afligido por la suerte de su joven prometida, Antígona, con quien debía desposarse, y llora su boda frustrada.
CREONTE (Al CORO.): En seguida vamos a saberlo mucho mejor que los adivinos. (A HEMÓN.) Hijo mío, al saber la suerte irrevocable de tu futura esposa, ¿llegas ante tu padre transportado de furor o bien, cualquiera que sea nuestra determinación, te soy igualmente querido?
HEMÓN: Padre, te pertenezco. Tus sabios consejos me gobiernan, y estoy dispuesto a seguirlos. Para mí, padre, ningún himeneo es preferible a tus justas decisiones.
CREONTE: Esta es efectivamente, hijo mío, la norma de conducta que ha de seguir tu corazón: todo deberá pasar a segundo término ante las decisiones de un padre. Por esta razón los hombres desean tener y conservan en el seno de sus hogares hijos dóciles: para que se venguen de los enemigos sus padres y prosigan honrando a los amigos como lo hizo su padre. El que procrea hijos que no le reportan ningún provecho, ¿qué otra cosa ha hecho sino dar vida a gérmenes de sinsabores para él y motivos de burla para sus enemigos? No pierdas, pues, jamás hijo mío, por atractivos del placer a causa de una mujer, los sentimientos que te animan, porque has de saber que es muy frío el abrazo que da en el lecho conyugal una mujer perversa. Pues, en efecto, ¿qué plaga puede resultar más funesta que una compañera perversa? Rechaza, pues, a esa joven como si fuera un enemigo, y déjala que se busque un esposo en el Hades. Ya que la he sorprendido, única en esta ciudad, en flagrante delito de desobediencia, no he de sentar plaza de inconsecuente a los ojos del pueblo, y la mataré. Por tanto, que implore a Zeus, el protector de la familia; porque si he de tolerar la rebeldía de mis deudos, ¿qué podría esperar de quienes no lo son, de los extraños? «Quienquiera que sepa gobernar bien a su familia, sabrá también regir con justicia un Estado. Por el contrario, no saldrá jamás de mis labios una palabra de elogio para quien se propase a quebrantar las leyes o pretenda imponerse a quien gobierna. Pues se debe obediencia a aquel a quien la ciudad colocó en el trono, tanto en las cosas grandes como en las pequeñas; en las que son justas como en las que pueden no serlo a los ojos de los particulares. De un hombre así no puedo dudar que sabrá mandar tan bien como ejecutar las órdenes que reciba, y cuando tenga que afrontar el tumulto de la batalla, será un valeroso soldado que permanecerá firme en su puesto. No hay peste mayor que la desobediencia; ella devasta las ciudades, trastorna a las familias y empuja a la derrota las lanzas aliadas. En cambio, la obediencia es la salvación de pueblos que se dejan guiar por ella. Es mejor, si es preciso, caer por la mano de un hombre, que oírse decir que hemos sido vencidos por una mujer. CORIFEO: En lo que nos concierne, si la edad no nos engaña, nos parece que has estado razonable en lo que acabas de decir.
 HEMÓN: Padre: los dioses, al dar la razón a los hombres, les dieron el bien más grande de todos los que existen. En cuanto a mí, no podría ni sabría decir que tus palabras no sean razonables. Sin embargo, otros también pueden ser capaces de decir palabras sensatas. En todo caso, mi situación me coloca en condiciones de poder observar mejor que tú todo lo que se dice, todo lo que se hace y todo lo que se murmura en contra tuya. EL hombre del pueblo teme demasiado tu mirada para que se atreva a decirte lo que te sería desagradable oír. Pero a mí me es fácil escuchar en la sombra cómo la ciudad compadece a esa joven, merecedora, se dice, menos que ninguna, de morir ignominiosamente por haber cumplido una de las acciones más gloriosas: la de no consentir que su hermano muerto en la pelea quede allí tendido, privado de sepultura; ella no ha querido que fuera despedazado por los perros hambrientos o las aves de presa. ¿No es, pues, digna de una corona de oro? He aquí los rumores que circulan en silencio. Para mí, tu prosperidad, padre mío, es el bien más preciado. ¿Qué más bello ornato para los hijos que la gloria de su padre, y para un padre la de sus hijos? No te obstines, pues, en mantener como única opinión la tuya creyéndola la única razonable. Todos los que creen que ellos solos poseen una inteligencia, una elocuencia o un genio superior a los de los demás, cuando se penetra dentro de ellos muestran sólo la desnudez de su alma. Porque al hombre, por sabio que sea, no debe causarle ninguna vergüenza el aprender de otros siempre más y no aferrarse demasiado a juicios. Tú ves que, a lo largo de los torrentes engrosados por las lluvias invernales, los árboles que se doblegan conservan sus ramas, mientras que los que resisten son arrastrados con sus raíces. Lo mismo le ocurre, sea quien fuere, al dueño de una nave: si atesando firmemente la bolina no quiere aflojarla nunca, hace zozobrar su embarcación y navega con la quilla al aire. Cede, pues, en tu cólera y modifica tu decisión. Si a pesar de mi juventud soy capaz de darte un buen consejo, considero que el hombre que posee experiencia aventaja en mucho a los demás; pero como difícilmente se encuentra a una persona dotada de esa experiencia, bueno es aprovecharse de los consejos prudentes que nos dan los demás.
CORIFEO: Rey, conviene, cuando se nos da un consejo oportuno, tenerlo en cuenta. Tú escucha también a tu padre. ¡Tanto el uno como el otro habéis hablado bien!
CREONTE: ¿Es que a nuestra edad tendremos que aprender prudencia de un hombre de sus años?
HEMÓN: No, en lo que no sea justo. Aunque sea joven, no es mi edad, son mis consejos los que hay que tener en cuenta.
 CREONTE: ¿Y tú consejo es que honremos a los promotores de desórdenes?
HEMÓN: Nunca te aconsejaré rendir homenaje a los que se conducen mal.
CREONTE: Pues esta mujer, ¿no ha sido sorprendida cometiendo una mala acción?
HEMÓN: No; al menos así lo dice el pueblo de Tebas.
CREONTE: ¡Cómo! ¿Ha de ser la ciudad la que ha de dictarme lo que debo hacer?
HEMÓN: ¿No te das cuenta de que acabas de hablar como un hombre demasiado joven?
CREONTE: ¿Es que incumbe a otro que a mí el gobernar a este país?
HEMÓN: No hay ciudad que pertenezca a un solo hombre.
CREONTE: Pero ¿no se dice que una ciudad es legítimamente del que manda?
HEMÓN: Únicamente en un desierto tendrías derecho a gobernar solo.
CREONTE: Está bien claro que te has convertido en el aliado de una mujer.
 HEMÓN: Sí, si tú eres una mujer; pues es por tu persona por quien me preocupo.
 CREONTE: ¡Y lo haces, miserable, acusando a tu padre!
HEMÓN: Porque te veo, en efecto, violar la Justicia.
 CREONTE: ¿Es violarla hacer que se respete mi autoridad?
HEMÓN: Empiezas por no respetarla tú mismo hollando los honores debidos a los dioses. CREONTE: ¡Oh, ser impuro, esclavizado por una mujer!
HEMÓN: Nunca me verás ceder a deseos vergonzosos.
 CREONTE: En todo caso, no hablas más que en favor de ella.
HEMÓN: Hablo por ti, por mí y por los dioses infernales.
 CREONTE: Jamás te casarás con esa mujer en vida.
HEMÓN: Ella morirá, pues; pero su muerte acarreará la de otro.
CREONTE: ¿Llega tu audacia hasta amenazarme?
 HEMÓN: ¿Es amenazarte refutar tus poco sensatas decisiones?
CREONTE: Insensato; vas a pagar con lágrimas estas tus lecciones de cordura.
HEMÓN: ¿Es que quieres hablar tú solo, sin escuchar nunca a nadie?
 CREONTE: ¡Vil esclavo de una mujer, cesa ya de aturdirme con tu charla!
HEMÓN: Si no fueras mi padre, diría que desvarías.
CREONTE: ¿De veras? Pues bien, por el Olimpo, has de saber que no tendrás motivo para regocijarte por haberme dirigido reproches ultrajantes. (Dirigiéndose a los guardianes.) ¡Qué traigan aquí a esa mujer odiosa! ¡Que muera al instante en presencia de su prometido!
HEMÓN: No; de ninguna manera en mi presencia morirá. Y, en cuanto a ti, te digo que tampoco tendrás ya jamás mi cara ante tus ojos. Te dejo desahogar tu locura con aquellos amigos tuyos que a ello se presten. (HEMÓN se va.)
CORIFEO: Rey, ese hombre se ha ido despechado y encolerizado. Para un corazón de esa edad, la desesperación es terrible.
 CREONTE: Que se marche y que presuma de ser todo un hombre. Jamás arrancará a esas dos muchachas de la muerte. CORIFEO: ¿Has decidido, pues, matarlas a las dos?
 CREONTE: Perdonaré a la que no tocó al muerto; tienes razón.
 CORIFEO: Y ¿de qué muerte quieres que perezca la otra?
 CREONTE: La llevaré por un sendero estrecho y abandonado y la encerraré viva en caverna de una roca, sin más alimento que el mínimo necesario, que evite el sacrilegio y preserve de esa mancha a la ciudad entera. Allí, implorando a Hades, el único dios al que ella adora, obtendrá quizás de él escapar a la muerte, o, cuando menos, aprenderá que rendir culto a los muertos es una cosa superflua. (CREONTE se va.)
CORO: Eros, invencible Eros, tú que te abates sobre los seres de quien te apoderas y que durante la noche te posas sobre las tiernas mejillas de las doncellas; tú, que vagabundeas por la extensión de los mares y frecuentas los cubiles en que las fieras se guarecen, nadie entre los Inmortales puede escapar de ti, nadie entre los hombres de efímera existencia sabría evitarte; tú haces perder la razón al que posees. «Hasta los corazones de los mismos justos los haces injustos y los llevas a la ruina. Por ti acaba de estallar este conflicto entre seres de la misma sangre. Triunfa radiante el atractivo que provocan los ojos de una doncella, cuyo lecho es deseable, y tu fuerza equivale al poder que mantiene las eternas leyes del mundo. Pues Afrodita, diosa irresistible, se burla de nosotros. (Aparece ANTÍGONA conducida por dos centinelas y con las manos atadas.)
CORIFEO: Y yo también ahora, al ver lo que estoy viendo, me siento inclinado a desobedecer las leyes y no puedo retener el raudal de mis lágrimas contemplando cómo Antígona avanza hacia el lecho, el lecho nupcial en que duerme la vida de todos los humanos. (Entra ANTÍGONA.)
ANTÍGONA (Saliendo del palacio.): ¡Oh ciudadanos de mi madre patria! ¡Vedme emprender mi último camino y contemplar por última vez la luz del Sol! ¡Nunca lo volveré a ver! Pues Hades, que a todos los seres adormece, me lleva viva a las riberas del Aqueronte, aun antes que se hayan entonado para mí himnos de himeneo y sin que a la puerta nupcial me haya recibido ningún canto: mi esposo será el Aqueronte.
CORIFEO: Pero te vas hacia el abismo de los muertos revestida de gloria y de elogios, sin haber sido alcanzada por las enfermedades que marchitan ni sometida a servidumbre por una espada victoriosa; sola entre todos los mortales, por tu propia voluntad, libre y viva, vas a bajar al Hades.
ANTÍGONA: Sé qué lamentable fin tuvo la extranjera de Frigia, hija de Tántalo, que murió en la cumbre del Sípilo. Al crecer en torno de ella como hiedra robusta, la roca la envolvió por completo. La nieve y las lluvias, según se cuenta, no dejan que se corrompa, y las lágrimas inagotables que brotan de sus párpados bañan los collados. El Destino me reserva una tumba semejante.
CORIFEO: Pero ella era diosa e hija de un dios. En cuanto a nosotros, no somos más que mortales y seres nacidos de padres mortales. De modo que cuando ya no vivas, no será una gloria para ti que se llegue a decir que hasta has obtenido en la vida y en la muerte un destino semejante al que habían recibido seres divinos.
ANTÍGONA: ¡Ay! ¡Te burlas de mí! ¿Por qué, en nombre de los dioses paternos, ultrajarme viva sin esperar a mi muerte? ¡Oh patria! ¡Oh muy afortunados habitantes de mi ciudad! ¡Fuentes de Dircé y bosque sagrado de Tebas, la de los hermosos carros! ¡Sed vosotros al menos testigos de cómo sin ser llorada por mis amigos y en nombre de qué nuevas leyes me dirijo hacia el calabozo bajo tierra que me servirá de insólita tumba! ¡Ay, qué desgraciada soy! ¡No habitaré ni entre los hombres ni entre las sombras, y no seré ni de los vivos ni de los muertos!
CORIFEO: Te has dejado llevar por un exceso de audacia, y te has estrellado contra el trono elevado de la Justicia. Expías, sin duda, alguna falta ancestral.
 ANTÍGONA: ¡Qué pensamientos más amargos has despertado en mí al recordarme el destino demasiado conocido de mi padre, la ruina total que cayó sobre nosotros, el famoso destino de las Labdácidas! ¡Oh fatal himeneo materno! ¡Unión con un padre que fue el mío, de una madre infortunada que le dio el día! ¡De qué padres, desgraciada, nací! Voy hacia ellos ahora, desventurada, y sin haber sido esposa, voy a compartir con ellos su mansión. Y tú, hermano mío, ¡qué unión funesta has formado! ¡Muerto tú, me matas a mí, que vivo aún!
CORIFEO: Es ser piadoso sin duda honrar a los muertos; pero el que tiene la llave del poder no puede tolerar que se viole ese poder. Tu carácter altivo te ha perdido.
ANTÍGONA: Sin que nadie me llore, sin amigos, sin cantos nupciales, me veo arrastrada, desgraciada de mí, a este inevitable viaje que me apremia. ¡Infortunada, no debo ver ya el ojo sagrado de la antorcha del Sol y nadie llorará sobre mi suerte; ningún amigo se lamentará por mí! (Entra CREONTE)
CREONTE: (A los guardianes que conducen a ANTÍGONA.): -¿Ignoráis que nadie pondría término a las lamentaciones y llantos de los que van a morir si se les dejase en libertad de entregarse a ellos? Llevadla sin demora. Encerradla, como he dicho, en aquella cueva abovedada. Dejadla allí sola, abandonada; que se muera, o que permanezca viva, sepultada bajo ese techo. Nosotros quedaremos exentos de culpa, en lo que a la joven se refiere, de la mancha de su muerte; pero lo cierto es que ella habrá terminado de habitar con los que viven en la Tierra.
ANTÍGONA: ¡Oh sepulcro, cámara nupcial, eterna morada subterránea que siempre ha de guardarme! ¡Voy a juntarme con casi todos los míos, a quienes Perséfone ya ha recibido entre las sombras! ¡Desciendo la última y la más desgraciada, antes de haber vivido la parte de vida que me había sido asignada! ¡Allí al menos iré nutriendo la certera esperanza de que mi llegada será grata a mi padre (mi querido padre); grata a ti, madre mía, y grata a ti también, hermano mío, bien amado! Mis propias manos, después de vuestra muerte, os han lavado, os han vestido y han derramado sobre vosotros las libaciones funerarias; y hoy, Polinice, por haber sepultado tus restos, ¡he aquí mi recompensa! No he hecho, sin embargo, a juicio de las personas sensatas, más que rendirte los honores que te debía. (Es verdad que si hubiese sido madre con hijos por quienes mirar, si mi esposo hubiese estado consumiéndose por la muerte, nunca me hubiera impuesto tal tarea en contra del pensar de los ciudadanos. Pero ¿qué razón justifica lo que acabo de decir? Después de la muerte de un esposo me hubiera sido permitido tomar otro esposo; y por el hijo que hubiese perdido me hubiera podido nacer otro. Pero puesto que tengo a mi padre y a mi madre encerrados en el Hades, ya no me puede nacer otro hermano.) Por esta razón, ¡oh hermano mío!, te he honrado más que a nadie, aunque a los ojos de Creonte haya cometido un crimen y realizado una acción inaudita. Y ahora, con las manos atadas, me arrastran al suplicio sin haber conocido el himeneo, sin haber gustado de las felicidades del matrimonio ni de las de criar hijos. Abandonada de mis amigos, ¡desgraciada!, voy a encerrarme viva en la caverna subterránea de los muertos. ¿Qué ley divina he podido transgredir? ¿De qué me sirve, infortunada, elevar todavía mi mirada hacia los dioses? ¿Qué ayuda puedo invocar, ya que el premio de mi piedad es ser tratada como una impía? Si la suerte que me aflige es justa a los ojos de los dioses, acepto sin quejarme el crimen y la pena; pero si los que me juzgan lo hacen injustamente, ojalá tengan ellos que soportar más males que los que me hacen sufrir inicuamente.
CORIFEO: Las mismas tempestades que agitaban su alma la atormentan aún.
CREONTE: Por eso va a costar lágrimas a los que la conducen con tanta lentitud.
ANTÍGONA: ¡Ay! ¡Esas palabras vienen a anunciarme que está próximo el momento de mi, muerte!
CREONE: No te aconsejo, en efecto, que esperes que mis órdenes quedarán incumplidas.
ANTÍGONA: ¡Oh ciudad de mis padres en el país tebano! Y vosotros, dioses de mis padres, ya me están llevando. Nada espero. ¡Ved, jefes tebanos, a la última de las hijas de vuestros reyes! ¡Ved qué ultrajes sufro y por qué manos los padezco, por haber respetado la religión de los Muertos! (ANTÍGONA es llevada lentamente por los guardias; el CORO canta.)
CORO: Dánae también sufrió una suerte semejante cuando se vio obligada a despedirse de la claridad del cielo en su prisión de bronce; encerrada en una tumba, que fue su lecho nupcial, fue sometida al, yugo de la Necesidad. Era, sin embargo, ¡oh hija mía!, de ilustre origen, y en su seno conservaban esparcida en lluvia de oro la semilla de Zeus. «Pero el poder del Destino es terrible, y ni la opulencia ni Ares ni las torres de las murallas ni los obscuros navíos batidos por las olas, pueden esquivarlo. «También fue encadenado el hijo impetuoso de Driante, el rey de los Edones, quien, en castigo de sus violentos arrebatos, fue encerrado por Dioniso en una prisión de piedra. Y así purgó la terrible violencia de su exuberante locura. El reconoció que era insensato atacar al dios con insolentes palabras, pues intentaba poner término al delirio de las Bacantes y apagar el báquico fuego y provocó a las Musas, amigas de las flautas. «Viniendo de las rocas Cianeas, entre los dos mares, se encuentran la ribera del Bósforo y la inhospitalaria Salmideso de los tracios. Ares, adorado en estos lugares, vio la cegadora y maldita herida que a los dos hijos de Fineo infligió su feroz madrastra al reventar en sus ojos las órbitas odiadas, armada no de una espada, sino con la punta de una lanzadera y con ayuda de sus manos sanguinarias. Los desgraciados, en el paroxismo de sus dolores deploraban la desgracia de su suerte y el fatal himeneo de la madre de la que habían nacido. Esta, sin embargo, descendía de la antigua raza de los Eréctidas. Había crecido en los antros lejanos en medio de las tempestades que desencadenaba su padre Bóreas; rápida como un corcel, recorría la montaña escarpada por el hielo esta hija de los dioses. Pero las Furias inmortales le habían hecho, blanco de sus tiros, hija mía. ¡Silencio! (Llega TIRESIAS de la mano de un niño.)
TIRESIAS: Jefes de Tebas, hemos hecho juntos el camino, ya que el uno ve por el otro; pues los ciegos no pueden andar sino guiados.
CREONTE: ¡Oh anciano Tiresias! ¿Qué hay dé nuevo?
TIRESIAS: Voy a decírtelo y tú obedecerás al adivino.
CREONTE: Nunca hasta ahora desatendí tus consejos.
TIRESIAS: Y por eso gobiernas rectamente esta ciudad.
CREONTE: Reconozco que me has dado útiles consejos.
TIRESIAS: Pues es preciso que sepas que la Fortuna te ha puesto otra vez sobre el filo de la navaja.
CREONTE: ¿Qué hay? Me estremezco al pensar qué palabras van a salir de tus labios.
TIRESIAS: Las que vas a oír y que los signos de mi Arte me han proporcionado. Estaba, pues, en mi viejo asiento augural, desde donde observo todos los presagios, cuando de repente oí extraños graznidos que con funesta furia e ininteligible algarabía lanzaban unas aves; comprendí en seguida, por el retumbante batir de sus alas, que con sus garras, y sus picos se despedazaban unas a otras.
Espantado, en el acto recurrí al sacrificio del fuego sobre el altar. Pero la llama no brillaba encima de las víctimas; la grasa de los muslos se derretía y goteaba sobre la ceniza, humeaba y chisporroteaba; la hiel se evaporaba en el aire y quedaban los huesos de los muslos desprovistos de su carne. He aquí, lo que me comunicaba este niño: los presagios no se manifestaban; el sacrificio no daba signo alguno: él es para mí un guía, como yo lo soy para otros. Y esa desgracia que amenaza a la ciudad es por culpa tuya. Nuestros altares y nuestros hogares sagrados están todos repletos con los pedazos que las aves de presa y los perros han arrancado al cadáver del desgraciado hijo de Edipo. Por eso los dioses no acogen ya las preces de nuestros sacrificios ni las llamas que ascienden de los muslos de las víctimas; ningún ave deja oír gritos de buen augurio, pues todas están ahítas de sangre humana y de grasa fétida. ¡Hijo mío, piensa en todos esos presagios! Común es a todos los hombres el error; pero cuando se ha cometido una falta, el persistir en el mal en vez de remediarlo es sólo de un hombre desgraciado e insensato. La terquedad es madre de la tontería. Cede, pues, ante un muerto, y no aguijonees ya al que ha dejado de existir. ¿Qué valor supone matar a un muerto por segunda vez? Movido de mi devoción por ti, te aconsejo bien; no hay nada más grato que escuchar a un hombre que solamente habla en provecho nuestro.
CREONTE: Anciano, venís todos como arqueros contra el blanco y disparáis vuestras flechas contra mí. Y ni siquiera me habéis ahorrado el arte adivinatorio. En cuanto a mi familia, hace tiempo me ha expedido y vendido como una mercancía. Enriqueceos, si es eso lo que queréis, ganad traficando con todos los metales de Sardes, con todo el oro que hay en la India; pero jamás pondréis a Polinice en la tumba. No, aunque las águilas de Zeus quisieran, para saciarse, llevar hasta los pies de su trono divino los despojos de ese cadáver, ni aun en ese caso, consentiría yo por miedo a esa muchacha que se le diese sepultura. Sé muy bien además que ningún hombre tiene el poder de contaminar a los dioses. ¡Oh anciano Tiresias! Los hombres más hábiles se exponen a vergonzosas claudicaciones cuando tienen como cebo el lucro que les hace dar curso a las más vergonzosas peroratas.
TIRESIAS: ¡Ay! ¿Es que hay alguien que sepa, hay alguien que conciba... ?
CREONTE: ¿De qué estás hablando? ¿Qué quieres insinuar?
TIRESIAS: Que la prudencia es la mejor de todas las riquezas.
CREONTE: También digo yo que la demencia es el más grande de los males.
TIRESIAS: Pues ése es precisamente el mal que te aqueja.
CREONTE: No quiero devolver a un adivino injuria por injuria.
TIRESIAS: Y, sin embargo, así lo haces tachando mis predicciones de imposturas.
CREONTE: La especie de los adivinos es ávida de dinero.
TIRESIAS: Y la de los tiranos gusta de las adulaciones vergonzosas.
CREONTE: ¿Te das cuenta de que tus palabras van dirigidas a tu rey?
TIRESIAS: Lo sé, pues ha sido gracias a mí cómo has salvado a la ciudad.
CREONTE: Eres un hábil adivino; pero te estás dando el gusto de mostrarte injusto.
TIRESIAS: Me obligarás a decir lo que hubiera querido guardar en mi corazón.
CREONTE: Descúbrelo; pero que no sea la codicia la, que te inspire.
TIRESIAS: ¿De modo que crees verdaderamente que, al hablarte así, lo hago sólo movido por el interés.
CREONTE: Por ningún precio, tenlo bien entendido, cambiaré la idea.
TIRESIAS: Pues bien, a tu vez es preciso que sepas que las ruedas rápidas del Sol no darán, muchas vueltas sin que un heredero de tu sangre pague su muerte otra muerte; porque tú has precipitado ignominiosamente bajo tierra a un ser que vivía en su superficie y le has obligado a vivir sepulcro, y por añadidura retienes aquí arriba un cadáver lejos de los dioses subterráneos, sin honras fúnebres y sin sepultura. Y tú no tienes derecho a hacer eso; ni tú, ni ninguno de los dioses celestes: es un atropello que cometes; por eso las Divinidades vengadoras que persiguen el crimen, las Erinas del Hades y de los dioses, están al acecho para envolverte en los mismos males que tú has infligido. Y ahora mira si es la codicia la que inspira mis palabras. Se aproxima la hora en que lamentaciones de hombres y mujeres llenarán tu palacio. Contra, ti se concilian como enemigos todas las ciudades en las que las aves de anchas alas, las fieras o los perros han llevado restos despedazados de los cadáveres y un olor inmundo hasta los hogares de esos muertos. Tales son los dardos que en mi cólera, ya que me has irritado, he lanzado como un arquero infalible contra tu corazón, y cuyas sangrantes heridas no podrás evitar. (Dirigiéndose a su lazarillo.) Tú, niño, vuelve a llevarme a mi hogar. En cuanto a él que descargue su cólera en gentes más jóvenes que yo, que aprenda a mantener su lengua más tranquila y a acariciar en su corazón sentimientos más nobles que los que acaba de expresar ahora. (TIRESIAS y el niño se retiran. El CORO está aterrado. Silencio.)
CORIFEO: Rey: ese hombre se ha retirado después de haber anunciado cosas espantosas, y yo he visto, desde que cambié mis negros cabellos por, estos blancos que peino ahora, que este adivino jamás predijo a la ciudad oráculos falsos.
CREONTE: También yo lo sé, y mi mente se debate en un mar de confusiones. Es duro ceder; pero no lo es menos resistir y estrellarse contra la desgracia.
CORIFEO: Es necesaria prudencia, Creonte, hijo de Meneceo.
CREONTE: ¿Qué debo hacer? Dímelo, que yo obedeceré.
CORIFEO: Ve de prisa, saca a la joven de su prisión subterránea y prepara una sepultura para quien permanece al aire libre.
CREONTE: ¿Eso crees que es lo que debo hacer? ¿Tú quieres que ceda?
CORIFEO: Sí, rey; y lo más pronto posible. La venganza de los dioses tiene rápido el paso, alcanza a los males por los caminos más cortos.
CREONTE: ¡Lo siento! Con gran pena, renuncio a mi resolución; pero, sin embargo, sigo tus indicaciones. Es vano obstinarse en luchar contra la necesidad.
CORIFEO: Ve, pues; corre, y no fíes el cumplimiento de estos cuidados más que a ti mismo.
CREONTE: Voy al instante yo mismo. Vamos, corred, servidores, los que estáis aquí y los que no estáis; corred con hachas en las manos hasta el lugar arbolado que veis desde aquí. (Dirigiéndose al CORO.) Y yo, puesto que ya he cambiado de parecer, desde que con mis manos até a Antígona, quiero ir en persona a libertarla. Me temo que no sea lo mejor pasar la vida observando las leyes establecidas.
CORO: Tú, a quien se honra bajo tantos nombres diferentes; tú, orgullo de la ninfa de Cadmo, vástago de Zeus, el del retumbante trueno; tú que proteges a la ínclita Italia y reinas en los valles de Deméter Eleusinia patentes a todos los griegos; ¡oh Baco! Tú que habitas en Tebas, madre patria de las Bacantes, la ciudad construida junto a las plácidas aguas del Ismeno y cerca de los lugares en donde se fueran sembrando los dientes del feroz Dragón: la resplandeciente luz de las antorchas de negro humo te ha visto por encima de la roca de doble cima, en donde se agitan las coricias ninfas, las Bacantes; te ha visto la fuente de Castalia, cuando desde las escarpadas cumbres de hiedra tapizadas, y desde los montes de Nisa y de las faldas donde feraces viñedos verdeguean, llegar aclamado por divinos cantos a visitar las calles y la ciudad de Tebas, que te glorifican. Es ésta la ciudad que amas sobre todas las ciudades como la amaba tu madre, muerta por el rayo. Y como hoy una plaga peligrosa amenaza a todo tu pueblo, ven y purifícalo: franquea la cumbre del Parnaso o las olas resonantes del estrecho del Eurípilo. ¡Oh tú que diriges el coro de los astros rutilantes! tú, hijo de Zeus, que presides los nocturnos clamores: aparece, ¡oh rey mío!, en compañía de las Túadas, esas hijas de Naxos que, poseídas de divino delirio, pasan la noche entera celebrándote con sus coros de danzas a ti, ¡oh soberano Iaco!, a quien han consagrado su vida. (Entra un MENSAJERO.)
MENSAJERO: ¡Oh vosotros que habitáis en los alrededores del palacio de Cadmo y el templo de Anfión! No hay vida humana que yo pueda considerar envidiable o digna de lástima mientras el hombre exista. La Fortuna, en efecto, tan pronto ensalza al desgraciado como abate para siempre al dichoso; nadie puede predecir el destino reservado a los mortales. Creonte, hace poco, parecía a mi juicio digno de envidia: había libertado de mano de sus enemigos a esta tierra cadmea; poseía un poder absoluto, gobernaba la comarca entera, y unos hijos nobles eran ornato de su raza. Y ahora ¡todo ha desaparecido! Cuando los hombres han perdido el objeto de sus alegrías, yo ya no puedo afirmar que vivan, sino que los considero como muertos que respiran. Acumula, si quieres inmensos tesoros en tu casa; vive con toda la magnificencia de un rey; si falta la alegría, por todos esos bienes, comparados con la verdadera dicha, no daría yo ni la sombra del humo.
CORIFEO: ¿Qué nuevo infortunio de nuestros reyes vienes a anunciarnos?
MENSAJERO: Han muerto, y son los vivos los que los han hecho morir.
CORIFEO: ¿Quién ha matado? ¿Quién ha muerto? ¡Habla! MENSAJERO: ¡Hemón ha muerto! Una mano amiga ha derramado su sangre.
CORIFEO: ¿La mano de su padre o bien la suya propia?
MENSAJERO: Se mató por su mano, enfurecido contra su padre por la muerte que había ordenado.
CORIFEO: ¡Oh adivino! ¡Tus predicciones se han cumplido sin demora!
MENSAJERO: Ya que así es, conviene pensar en todo lo que puede suceder. (Se ve a EURÍDICE, que sale por la puerta central.)
CORIFEO: Pero veo que se acerca la desgraciada Eurídice, la esposa de Creonte. ¿Sale del palacio porque sabe la muerte de su hijo o por casualidad? (Entra EURÍDICE.)
EURÍDICE: Ciudadanos todos, aquí reunidos; he oído vuestras palabras cuando iba a salir para hacer mis plegarias a la diosa Palas. Iba a abrir la puerta, cuando el rumor de una desgracia doméstica hirió mis oídos. El susto me hizo caer de espaldas en brazos de mis sirvientas, y helada de espanto me desmayé. Pero ¿qué decíais? Repetidme vuestras palabras: no me falta experiencia en desgracias para que pueda oír otras.
MENSAJERO: Amada reina: te diré todo aquello de que yo he sido testigo y no omitiré ni una palabra de verdad. ¿Para qué dulcificarte un relato que más tarde se vería que había sido falso? La verdad es siempre el camino más derecho. Acompañaba y guiaba yo a tu esposo hacia el sitio elevado de la llanura en donde, sin piedad y despedazado por los perros, yacía todavía el cuerpo de Polinice. Allí, después de hacer nuestras preces primero a la diosa de los caminos y a Plutón, para que contuviesen su cólera y nos fueron propicios, lavamos el cadáver con agua lustral y quemamos los restos que quedaban con ramas de olivo recién cortadas. Por fin con la tierra natal, amontonada con nuestras manos, erigimos un túmulo elevado. Nos encaminamos en seguida hacia ese antro de piedra, cámara nupcial de Hades, en donde se hallaba la joven. Desde lejos uno de nosotros oyó un grito lejano y agudos gemidos que salían de ese sepulcro privado de honras fúnebres y se lo dijo inmediatamente al rey. El, a medida que se aproximaba, percibía acentos confusos de una voz angustiada. De pronto, lanzando un gran grito de dolor, profirió estas desgarradoras palabras: «¡Qué infortunado soy! ¿Habré adivinado? ¿Acaso hago el camino más triste por las sendas de mi vida? ¡Es la voz de mi hijo la que llega a mis oídos! ¡Id, servidores, corred más de prisa, arrancad la piedra que tapa la boca del antro, penetrad en él y decidme si es la voz de Hemón la que oigo o si me engañan los dioses!» Atendiendo estas órdenes de nuestro amo enloquecido, corrimos y miramos en el fondo de la tumba. Vimos a Antígona colgada por el cuello: un nudo corredizo, que había hecho trenzando su cinturón, la había ahorcado. Hemón, desfallecido, la sostenía, abrazado a ella por la cintura; deploraba la pérdida de la que debía haber sido suya, y que estaba ya en la mansión de los Muertos, la crueldad de su padre y el final desastroso de su amor. En cuanto Creonte lo vio, lanzó un ronco gemido, entró a la tumba y se fue derecho hacia su hijo, llamándolo y gritando dolorido: «Desgraciado, ¿qué has hecho? ¿Qué pretendías? ¡Qué desgracia te ha quitado el juicio? Sal hijo mío; tu padre, suplicando te lo ruega». El hijo, entonces, clava en su padre una torva mirada; le escupe a la cara, y desenvaina, sin contestarle, su espada de doble filo y se lanza contra él. Creonte esquivó el golpe hurtando el cuerpo. Entonces, el desgraciado, volviendo su rabia contra sí mismo, sin soltar su espada, se la hundió en el costado, alargando los brazos la mitad de su hoja. Dueño aún de sus sentidos, rodeo a Antígona con sus brazos desfallecidos, y vertiendo un chorro de sangre, enrojeció las pálidas mejillas de la doncella. ¡El desgraciado ha recibido la iniciación nupcial en la mansión de Hades, y demostró a los hombres que la imprudencia es el peor de los males! (EURÍDICE, enloquecida, se retira.)
CORIFEO: ¿Qué hemos de pensar de esto? La reina, sin decir palabra ni favorable ni nefasta, se ha retirado.
MENSAJERO: ¡Yo también estoy aterrado! Me figuro que, informada de la desgracia de su hijo y no considerando decoroso prorrumpir en sollozos a la vista de la ciudad, se ha ido dentro del palacio a anunciar a sus esclavas el luto de su casa y a rogarles que lloren con ella. Es demasiado prudente para cometer una falta.
CORIFEO: ¡No sé, no sé! Pero un silencio demasiado grande me hace presagiar una desgracia inminente, lo mismo que grandes gritos me parecen inútiles.
MENSAJERO: Vamos a enterarnos, entrando a palacio, si su corazón irritado no disimula algún secreto designio desconocido; porque, tienes razón, un silencio excesivo es síntoma de tristes presagios. (El MENSAJERO penetra al palacio. Se ve entrar a CREONTE con un grupo de servidores: trae el cadáver de HEMÓN.)
CORIFEO: Pero he aquí al rey que llega en persona; trae en sus brazos la evidente señal, si me está permitido expresarme así, no de la desgracia ajena, sino de sus propias culpas. (CREONTE entra con su séquito.)
CREONTE: ¡Oh irreparables y mortales errores de mi mente extraviada! ¡Oh vosotros que veis al matador y a la víctima de su propia sangre! ¡Oh sentencias llenas de demencia! ¡Ah, hijo mío: mueres en tu juventud, de una muerte prematura, y tu muerte, ¡ay!, no ha sido causada por una locura tuya, sino por la mía!
CORIFEO: ¡Ay, qué tarde me parece que ves la Justicia! CREONTE: ¡Ay! ¡Por fin la he conocido, desgraciado de mí! Pero un dios, haciendo gravitar el peso de su enojo, descargó sobre mí su mano. ¡El me ha empujado por rutas crueles, pisoteando mi felicidad! ¡Ay! ¡Ay! ¡Oh esfuerzos vanamente laboriosos de los mortales! (Del interior del palacio vuelve el MENSAJERO)
MENSAJERO: ¡Qué serie de desgracias son las tuyas! ¡Oh mi amo! Si de una tienes la prueba innegable en tus brazos, de otras verás el testimonio en tu palacio: pronto tendrás ocasión de verlo.
CREONTE: Y ¿qué males más espantosos que los que he soportado pueden acaecerme aún?
MENSAJERO: Tu mujer ha muerto. La madre amantísima del difunto que lloras, ha muerto, la desgraciada, por la herida mortal que acaba de asestarse.
CREONTE: ¡Oh abismos inexorables de Hades! ¿Por qué, por qué consumas mi pérdida? ¡Oh tú, mensajero de aflicciones, ¿qué otra nueva vienes a anunciarme? ¡Cuando yo estaba casi muerto vienen a descargarme el golpe mortal! Pero ¿qué dices, amigo mío? ¿Esa nueva noticia que me anuncias es la muerte de mi esposa; una víctima más que añadir a la muerte de mi hijo?
MENSAJERO: Puedes verla, pues ya no está en el interior. (La puerta se abre y se ve el cuerpo muerto de EURÍDICE)
CREONTE: ¡Ah, infeliz de mí! ¡Veo esta otra y segunda desgracia! ¿Qué otro fatal destino, ¡ay!, mi esposa aún? ¡Sostengo en mis brazos a mi hijo que acaba de expirar; y ahí, ante mis ojos, tengo ese otro cadáver! ¡Ay!, ¡oh madre infortunada! ¡Ay!, ¡oh hijo mío!
MENSAJERO: Ante el altar se atravesó con un hierro agudo y cerró sus párpados, llenos de obscuridad, no sin haber llorado sobre la suerte gloriosa de Megareo, que murió el primero, y sobre la de Hemón; te maldijo, deseándote toda clase desgracias y llamándote al fin el asesino de su hijo.
CREONTE: ¡Ay! ¡Ay! ¡Enloquezco de horror! ¿Por qué no ha de haber nadie para hundirme en pleno corazón el doble filo de una espada? De todas partes me veo sumido en la desgracia.
MENSAJERO: Ella, al morir, sólo a ti te imputaba su muerte y la de sus hijos.
CREONTE: ¿De qué modo se dio muerte?
MENSAJERO: Ella misma se hundió una espada debajo del hígado, así que supo el deplorable fin de su hijo.
CREONTE: ¡Ay de mí! ¡Jamás se imputen estas calamidades a otro que a mí, pues he sido yo, miserable; sí, yo he sido quien te ha matado, es la verdad! Vamos, servidores, llevadme lejos de aquí; ya no soy nadie, ya no existo.
CORIFEO: Lo que solicitas es un bien si éste puede existir cuando se sufre; mientras más cortos son los males presentes, mejor podemos soportarlos.
CREONTE: ¡Que llegue, que llegue cuanto antes el más deseado de mis infortunios trayendo el fin de mis días! ¡Que venga!, ¡que llegue, que llegue para que no vea brillar otro nuevo día!
CORIFEO: Estos votos conciernen al futuro; ahora es del presente del que debemos preocuparnos. Dejemos al cuidado de aquellos que de ello tienen que cuidarse, lo demás que ha de venir.
CREONTE: Pero lo que deseo es lo que en mis súplicas pido.
CORIFEO: Por el momento no formules ningún voto, pues ningún mortal podrá escapar a las desgracias que le están asignadas por el hado.
CREONTE: Llevaos, pues, y muy lejos, al ser insensato que soy; al hombre, que, sin quererlo, te hizo morir, ¡oh hijo mío, y a ti, querida esposa! ¡Desgraciado de mí! No sé hacia quién de estos dos muertos debo dirigir mi vista, ni a dónde he de encaminarme. Todo cuanto tenía se ha venido a tierra y una inmensa angustia se ha abatido sobre mi cabeza. (Se llevan a CREONTE.)
CORO: La prudencia es con mucho la primera fuente de ventura. No se debe ser impío con los dioses. Las palabras insolentes y altaneras las pagan con grandes infortunios los espíritus orgullosos, que no aprenden a tener juicio sino cuando llegan las tardías horas de la vejez.

FIN

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