Micromegas
Voltaire
Capítulo 1.- Viaje de un habitante de la estrella Sirio al planeta Saturno
Había en uno de los planetas que giran en torno de la estrella llamada Sirio, un mozo de mucho talento, a quien tuve la honra de conocer en el postrer viaje que hizo a nuestro mezquino hormiguero. Era su nombre Micromegas. Tenía ocho leguas de alto, quiero decir, veinticuatro mil pasos geométricos de cinco pies cada uno.
Capítulo 1.- Viaje de un habitante de la estrella Sirio al planeta Saturno
Había en uno de los planetas que giran en torno de la estrella llamada Sirio, un mozo de mucho talento, a quien tuve la honra de conocer en el postrer viaje que hizo a nuestro mezquino hormiguero. Era su nombre Micromegas. Tenía ocho leguas de alto, quiero decir, veinticuatro mil pasos geométricos de cinco pies cada uno.
Algún matemático, casta de gente
muy útil al público, tomará la pluma en este trance de mi historia y calculará
que teniendo el señor Micromegas, morador del país de Sirio, veinticuatro mil
pasos, desde la cabeza a los pies, que hacen ciento veinte mil pies, y
nosotros, ciudadanos de la Tierra, no más por lo común de cinco pies, y midiendo
la circunferencia de nuestro globo nueve mil leguas, es absolutamente preciso
que el planeta donde nació nuestro héroe tenga cabalmente veintiún millones y
seiscientas mil veces más de circunferencia que nuestra minúscula Tierra. Nada
más natural. Los Estados de ciertos príncipes de Alemania o de Italia, que
pueden andarse en media hora, comparados con Turquía, Rusia o China, son un
ejemplo muy pálido de las diferencias que la naturaleza ha establecido en todas
las cosas.
Siendo la estatura de Su Excelencia
la que llevamos dicha, convendrán todos nuestros pintores y escultores que su
cintura podría medir unos cincuenta mil pies de circunferencia, lo que revela
una bella figura. Su entendimiento era de los más perspicaces; sabía muchas
cosas y otras las inventaba; apenas frisaba en los trescientos cincuenta años y
siendo estudiante de un colegio de jesuitas de su planeta, descubrió a fuerza
de inteligencia más de cincuenta proposiciones de Euclides, dieciocho más que
Blas Pascal el cual, luego de adivinar como quien juega (según dijo su
hermana), treinta y dos, llegó a ser, andando los años, un geómetra muy
mediocre y un pésimo metafísico.
A la edad de cuatrocientos años,
o sea al salir de la infancia, disecó unos insectos diminutos de apenas cien
pies de grosor. Publicó un libro muy interesante acerca de esos insectos, lo
que le proporcionó bastantes disgustos. El muftí de su país, tan receloso como
ignorante, advirtió en su libro proposiciones sospechosas, blasfemas,
temerarias, heréticas, o que "olían" a herejía, y le persiguió de
muerte. Hubo que discutir si la sustancia formal de las pulgas de Sirio era de
la misma naturaleza que la de los caracoles. Se defendió con mucho ingenio
Micromegas; se declararon las mujeres en su favor, y después de doscientos
veinte años que duró el pleito, hizo el muftí condenar el libro por jueces que
no le habían leído, ni sabían leer. En cuanto al autor, fue desterrado de la
Corte ochocientos años.
No le afligió mucho abandonar una
Corte llena de enredos y chismes. Escribió unas décimas muy graciosas contra el
muftí, que a éste le tuvieron sin cuidado, y se dedicó a viajar de planeta en
planeta para, como dicen, perfeccionar el juicio y el corazón. Quienes viajamos
en diligencias o sillas de posta nos pasmarían los vehículos que allá arriba
usan. Nosotros, en la bola de cieno en que vivimos no comprendemos otros
procedimientos. Micromegas, conocedor de las leyes de la gravitación y de las
fuerzas atractivas y repulsivas, se valía de ellas con tanto acierto que, ora
montado en un rayo de sol, ora cabalgando en un cometa, o saltando de globo en
globo, lo mismo que revolotea un pajarito de rama en rama, él y sus sirvientes
hacían su camino.
En poco tiempo recorrió la vía
láctea. Debo confesar, y lo siento, que nunca logró ver, entre las estrellas
que la pueblan, el empírico cielo que vio el ilustre Derhan con su catalejo. No
niego que Derhan lo viese, ¡Dios me libre de tamaño error!, pero también
Micromegas estaba allí y no tenía mala vista. En fin, yo no quiero contradecir
a nadie.
Después de largo viaje,
Micromegas llegó un día a Saturno, y aun cuando estaba acostumbrado a
contemplar cosas nuevas, le sorprendió la pequeñez de aquel planeta y de sus
habitantes. No pudo menos que sonreír con ese aire de superioridad que los más
discretos no pueden contener a veces. Verdad es que Saturno no es más que
novecientas veces mayor que la Tierra, y sus habitantes pobres enanos de unas
dos mil varas de estatura, más o menos. Se rio al principio de ellos con sus
criados, como se ríe cuando viene a Francia cualquier músico italiano, de la
música de Lulli. Pero el siriano era razonable y pronto se dio cuenta de que
ningún ser que piensa es ridículo, aunque su estatura no pase de seis mil pies.
Se acostumbró a los saturninos, después de haber causado su asombro, y se hizo
íntimo amigo del secretario de la Academia de Saturno, hombre de mucho talento.
No había inventado nada, pero explicaba muy bien los inventos de los demás, y
sabía componer coplas chicas y hacer cálculos grandes. He aquí expuesta, para
satisfacción de mis lectores, una extraña conversación que con el señor
secretario, tuvo cierto día Micromegas.
Capítulo 2.- Conversación del
habitante de Sirio con el de Saturno
Se sentó Su Excelencia, se acercó
a él el secretario de la Academia, y dijo Micromegas:
-Confesemos que es muy varia la naturaleza.
-Verdad es -dijo el saturnino-. La naturaleza es como un jardín, cuyas flores...
-¡Ah! -dijo el otro-. Terminen con las floriculturas.
-Pues es -siguió el secretario- como una reunión de rubias y morenas, cuyos encantos...
-¡Dejen a sus morenas y a sus rubias! -interrumpió el otro.
-O bien como una galería de cuadros cuyas imágenes...
-¡No! No señor, no -replicó el forastero-. Diganme lo primero ¿cuántos sentidos tienen los hombres en su país?
-Nada más que setenta y dos -contestó el académico-. Créame que todos los días nos lamentamos de esta limitación. Nuestra imaginación va más allá de nuestras posibilidades, por lo que nos parece que con nuestros setenta y dos sentidos, nuestro anillo y nuestras cinco lunas, no tenemos bastante; en realidad nos aburrimos mucho a pesar de nuestros setenta y dos sentidos y de las pasiones que de ellos se derivan.
-Confesemos que es muy varia la naturaleza.
-Verdad es -dijo el saturnino-. La naturaleza es como un jardín, cuyas flores...
-¡Ah! -dijo el otro-. Terminen con las floriculturas.
-Pues es -siguió el secretario- como una reunión de rubias y morenas, cuyos encantos...
-¡Dejen a sus morenas y a sus rubias! -interrumpió el otro.
-O bien como una galería de cuadros cuyas imágenes...
-¡No! No señor, no -replicó el forastero-. Diganme lo primero ¿cuántos sentidos tienen los hombres en su país?
-Nada más que setenta y dos -contestó el académico-. Créame que todos los días nos lamentamos de esta limitación. Nuestra imaginación va más allá de nuestras posibilidades, por lo que nos parece que con nuestros setenta y dos sentidos, nuestro anillo y nuestras cinco lunas, no tenemos bastante; en realidad nos aburrimos mucho a pesar de nuestros setenta y dos sentidos y de las pasiones que de ellos se derivan.
-Lo creo -dijo Micromegas-,
porque nosotros tenemos cerca de mil sentidos y todavía nos quedan no sé qué
vagos deseos, no sé qué inquietud, que sin cesar nos advierte que somos muy
poca cosa y que hay seres mucho más perfectos. En mis viajes he visto gentes
muy inferiores a nosotros, y otras muy superiores; pero no he hallado ninguna
que no tenga más deseos que necesidades y más necesidades que satisfacciones.
Acaso llegue algún día a un país donde no haya necesidades, pero hasta ahora no
tengo la menor noticia de semejante país.
El saturnino y el siriano quedaron meditabundos. Luego se entregaron a ingeniosas reflexiones tan agudas como inconsistentes, hasta que les fue forzoso atenerse a los hechos.
El saturnino y el siriano quedaron meditabundos. Luego se entregaron a ingeniosas reflexiones tan agudas como inconsistentes, hasta que les fue forzoso atenerse a los hechos.
-¿Es muy larga su vida? -preguntó
el siriano.
-¡Ah! No. Muy corta -replicó el hombrecito de Saturno.
-Lo mismo sucede en nuestro país, siempre nos estamos quejando de la brevedad de la vida. Debe ser una ley universal de la naturaleza.
-¡Ay! Nuestra vida -dijo el saturnino- se limita a quinientas revoluciones solares, que vienen a ser unos quince mil años según nuestra aritmética. Esto es casi nacer y morir en un momento. Así, nuestra existencia es un punto, nuestra vida un instante, y el globo en que habitamos un átomo. Apenas empieza uno a saber algo, a instruirse, cuando llega la muerte. Por mi parte no me atrevo a formar proyecto alguno; me siento como una gota de agua en el océano inmenso. Ahora estoy avergonzado en su presencia al considerar lo ridículo de mi figura.
-¡Ah! No. Muy corta -replicó el hombrecito de Saturno.
-Lo mismo sucede en nuestro país, siempre nos estamos quejando de la brevedad de la vida. Debe ser una ley universal de la naturaleza.
-¡Ay! Nuestra vida -dijo el saturnino- se limita a quinientas revoluciones solares, que vienen a ser unos quince mil años según nuestra aritmética. Esto es casi nacer y morir en un momento. Así, nuestra existencia es un punto, nuestra vida un instante, y el globo en que habitamos un átomo. Apenas empieza uno a saber algo, a instruirse, cuando llega la muerte. Por mi parte no me atrevo a formar proyecto alguno; me siento como una gota de agua en el océano inmenso. Ahora estoy avergonzado en su presencia al considerar lo ridículo de mi figura.
Le
replicó Micromegas:
-Si no fueras filósofo, temería desconsolarte diciéndote que nuestra vida es setecientas veces más larga que la de ustedes; pero ya se sabe que cuando llega el momento de reintegrarse a la naturaleza, para reanimarla bajo distinta forma -que es a lo que llaman morir-, cuando llega ese instante de metamorfosis, lo mismo da haber vivido una eternidad o sólo un día. He conocido países donde viven las gentes mil veces más que en el mío, y he visto que, sin embargo, se quejaban; pero en todas partes hay gentes razonables, que saben resignarse y dar gracias al autor de la naturaleza, que con maravillosa profusión ha esparcido en el universo las variedades más distintas sin olvidar la uniformidad. Así, por ejemplo, todos los seres que piensan son diferentes, y sin embargo, todos se parecen en el don de pensar y desear. La materia es la misma en todas partes, pero en cada mundo manifiesta propiedades distintas. ¿Cuántas propiedades tiene su materia?
-Si se refiere a las propiedades fundamentales, sin las cuales nuestro planeta no podría existir tal como es -dijo el saturnino-, pasan de trescientas; conviene saber: la extensión, la impenetrabilidad, la movilidad, la gravitación, la divisibilidad, etc.
-Sin duda -replicó el viajero-, que es bastante con eso, con arreglo al plan del Creador para el reducido planeta en que vivís. En todas sus cosas adoro la sabiduría, porque si en todas advierto diferencia, advierto también proporción. Saturno es pequeño y lo son sus moradores; tienen pocas sensaciones y goza su materia de pocas propiedades. Todo ello lo dispuso así la Providencia. ¿De qué color es su sol?
-Si no fueras filósofo, temería desconsolarte diciéndote que nuestra vida es setecientas veces más larga que la de ustedes; pero ya se sabe que cuando llega el momento de reintegrarse a la naturaleza, para reanimarla bajo distinta forma -que es a lo que llaman morir-, cuando llega ese instante de metamorfosis, lo mismo da haber vivido una eternidad o sólo un día. He conocido países donde viven las gentes mil veces más que en el mío, y he visto que, sin embargo, se quejaban; pero en todas partes hay gentes razonables, que saben resignarse y dar gracias al autor de la naturaleza, que con maravillosa profusión ha esparcido en el universo las variedades más distintas sin olvidar la uniformidad. Así, por ejemplo, todos los seres que piensan son diferentes, y sin embargo, todos se parecen en el don de pensar y desear. La materia es la misma en todas partes, pero en cada mundo manifiesta propiedades distintas. ¿Cuántas propiedades tiene su materia?
-Si se refiere a las propiedades fundamentales, sin las cuales nuestro planeta no podría existir tal como es -dijo el saturnino-, pasan de trescientas; conviene saber: la extensión, la impenetrabilidad, la movilidad, la gravitación, la divisibilidad, etc.
-Sin duda -replicó el viajero-, que es bastante con eso, con arreglo al plan del Creador para el reducido planeta en que vivís. En todas sus cosas adoro la sabiduría, porque si en todas advierto diferencia, advierto también proporción. Saturno es pequeño y lo son sus moradores; tienen pocas sensaciones y goza su materia de pocas propiedades. Todo ello lo dispuso así la Providencia. ¿De qué color es su sol?
-Blancuzco, ceniciento -dijo el
saturnino-. Al dividir uno de sus rayos, observamos que tiene siete
colores.
-El nuestro tira a encarnado
-dijo el siriano-, y tenemos treinta y nueve colores fundamentales. He podido
estudiar muchos soles y no he hallado dos que se parezcan, de la misma manera
que en nuestro planeta no se ve una cara que no se diferencie de las
demás.
Tras de hablar de muchas
cuestiones análogas, se informó de cuántas sustancias distintas en esencia se
conocían en Saturno y se le respondió que unas treinta: Dios, el espacio, la
materia, los seres extensos que sienten, los seres extensos que sienten y
piensan, los seres que piensan y no son muy extensos, los que se penetran, y
los que no se penetran, etc. El siriano, en cuyo planeta había trescientas, y
que había descubierto en sus viajes hasta tres mil, dejó asombrado al filósofo
de Saturno.
Finalmente, habiéndose comunicado mutuamente casi todo cuanto sabían, y muchas cosas que no sabían, y después de discutir por espacio de toda una revolución solar, acordaron realizar juntos un corto viaje filosófico.
Finalmente, habiéndose comunicado mutuamente casi todo cuanto sabían, y muchas cosas que no sabían, y después de discutir por espacio de toda una revolución solar, acordaron realizar juntos un corto viaje filosófico.
Capítulo 3.- Viaje de los dos
habitantes de Sirio y Saturno
Ya estaban para
embarcar nuestros dos filósofos en la atmósfera de Saturno con una buena
provisión de instrumentos de matemáticas, cuando la querida del saturnino, que
lo supo, le vino a dar amargas quejas. Era ésta una morenita muy agraciada, que
no tenía más que mil quinientas varas de estatura, pero que con su gentileza
compensaba la pequeñez de su cuerpo.
-¡Ah, cruel! -exclamó-. Después de mil quinientos años de haber resistido tus solicitudes amorosas y cuando apenas hace cien años me había entregado a ti, ¡me abandonas para irte a viajar con un gigante de otro mundo! Sólo tuviste un capricho, nunca me amaste. Si fueras saturnino legítimo no serías tan inconstante. ¿A dónde vas? ¿Qué ambicionas? Nuestras cinco lunas son menos erráticas que tú y menos mudable nuestro ánulo.
-¡Ah, cruel! -exclamó-. Después de mil quinientos años de haber resistido tus solicitudes amorosas y cuando apenas hace cien años me había entregado a ti, ¡me abandonas para irte a viajar con un gigante de otro mundo! Sólo tuviste un capricho, nunca me amaste. Si fueras saturnino legítimo no serías tan inconstante. ¿A dónde vas? ¿Qué ambicionas? Nuestras cinco lunas son menos erráticas que tú y menos mudable nuestro ánulo.
La abrazó el filósofo, lloró con
ella, aunque filósofo; y su querida, después de haberse desmayado, se fue a
consolar con un petimetre.
Partieron sin dilación ambos viajeros, y saltaron primero al anillo, que se le antojó muy aplastado, como lo supuso un ilustre habitante de nuestro minúsculo globo terráqueo, y desde allí anduvieron de luna en luna. De pronto pasó un cometa junto a ellos y a él se tiraron, con sus sirvientes y sus instrumentos. Un poco más adelante (ciento cincuenta millones de leguas) se toparon con los satélites de Júpiter y luego con este planeta, donde se apearon y permanecieron un año. En él descubrieron algunos secretos muy curiosos, que hubieran dado a la imprenta, a no haber sido por los señores inquisidores, que encontraron proposiciones bastante duras de tragar. Yo pude leer el manuscrito en la biblioteca del ilustrísimo señor arzobispo de..., quien con toda la benevolencia que a tan insigne prelado caracteriza, me permitió husmear en sus libros.
Partieron sin dilación ambos viajeros, y saltaron primero al anillo, que se le antojó muy aplastado, como lo supuso un ilustre habitante de nuestro minúsculo globo terráqueo, y desde allí anduvieron de luna en luna. De pronto pasó un cometa junto a ellos y a él se tiraron, con sus sirvientes y sus instrumentos. Un poco más adelante (ciento cincuenta millones de leguas) se toparon con los satélites de Júpiter y luego con este planeta, donde se apearon y permanecieron un año. En él descubrieron algunos secretos muy curiosos, que hubieran dado a la imprenta, a no haber sido por los señores inquisidores, que encontraron proposiciones bastante duras de tragar. Yo pude leer el manuscrito en la biblioteca del ilustrísimo señor arzobispo de..., quien con toda la benevolencia que a tan insigne prelado caracteriza, me permitió husmear en sus libros.
Pero volvamos a nuestros
aventureros. Al salir de Júpiter atravesaron un espacio de cerca de cien
millones de leguas y costearon el planeta Marte, el cual -como todos saben- es
cinco veces más pequeño que la Tierra, donde vieron las dos lunas de que
dispone y que no han podido descubrir todavía nuestros astrónomos. Aun cuando
sé que el abate Castel rechazará ingeniosamente la existencia de dichas lunas,
no ignoro tampoco que me darán la razón quienes saben razonar, aquellos a los
que no puede escapárseles el hecho de que no le sería posible a Marte vivir sin
dos lunas por lo menos, estando tan distante del Sol.
Sea como fuere, a los viajeros
les pareció un mundo tan chico que temieron no hallar alojamiento aceptable y
pasaron de largo, como hacen los caminantes cuando topan con una mala venta en
despoblado. Hicieron mal y se arrepintieron, pues tardaron mucho en encontrar albergue.
Al fin divisaron una lucecilla, que era la Tierra, y que pareció muy mezquina
cosa a gentes que venían de Júpiter. No obstante, y a trueque de arrepentirse
otra vez, resolvieron desembarcar en ella. Pasaron a la cola del cometa y
hallando una aurora boreal a mano, se metieron dentro. Tomaron tierra en la
orilla septentrional del mar Báltico, el día 5 de julio de 1737.
Capítulo 4.- Lo que les sucedió
en el globo terráqueo
Después
de reposar un poco, almorzaron un par de montañas que les guisaron sus criados
con mucho aseo. Quisieron luego reconocer el mezquino país donde se hallaban y
marcharon de Norte a Sur. Los pasos que daban el siriano y sus acompañantes
abarcaban unos treinta mil pies cada uno. Los seguía de lejos el enano de
Saturno, que perdía el aliento, porque tenía que dar doce pasos mientras los
otros daban una zancada. Iba, si se me permite la comparación, como un perro
faldero que sigue a un capitán de la Guardia del rey de Prusia.
Como andaban de prisa, dieron la
vuelta al globo en veinticuatro horas; verdad es que el Sol, o por mejor decir,
la Tierra, hace el mismo viaje en un día; pero hemos de convenir que es cosa
más fácil girar sobre su eje que andar a pie. Volvieron al fin al sitio de
donde partieron después de haber visto la balsa, casi imperceptible para ellos,
denominada mar Mediterráneo y el otro pequeño estanque que llamamos gran Océano
y que rodea nuestra madriguera; al enano no le llegaba el agua a media pierna y
apenas si se mojaba el otro los talones. Fueron y vinieron arriba y abajo,
procurando averiguar si estaba o no habitado este mundo; agachándose, se
tendieron lo más posible palpando por todas partes; pero eran tan enormes sus
ojos y sus manos en relación con los seres minúsculos que nos arrastramos aquí
abajo, que no lograron captar nuestra presencia, ni siquiera sorprender algún
indicio que la revelase.
El enano, que a veces juzgaba con ligereza, manifestó terminantemente que no había habitantes en la Tierra; basado en primer lugar en que él no veía ninguno.
Micromegas le dio a entender cortésmente que su deducción no era fundada, porque -le dijo- ¿es que acaso con esos ojos tan pequeños que tienes eres capaz de ver las estrellas de quincuagésima magnitud? Yo en cambio las veo perfectamente.
El enano, que a veces juzgaba con ligereza, manifestó terminantemente que no había habitantes en la Tierra; basado en primer lugar en que él no veía ninguno.
Micromegas le dio a entender cortésmente que su deducción no era fundada, porque -le dijo- ¿es que acaso con esos ojos tan pequeños que tienes eres capaz de ver las estrellas de quincuagésima magnitud? Yo en cambio las veo perfectamente.
¿Afirmas, sin embargo, que esas
estrellas no existen?
-Digo que he buscado y rebuscado por todas partes -dijo el enano.
-¿Y no hay nada?
-Lo único que hay es que este planeta está muy mal hecho -replicó el enano-; irregular y mal dispuesto, resulta no sólo ridículo, sino caótico. ¿No veis esos arroyuelos que ninguno corre derecho; esos estanques que no son redondos ni cuadrados, ni ovalados ni de forma geométrica alguna? Observad esos granos de arena (se refería a las montañas), que por cierto se me han metido en los pies... Miren el achatamiento de los polos de este globo que gira y gira alrededor del Sol y cuyo régimen climatológico es tan absurdo que las zonas de ambos polos son yertas y estériles. Lo que más me hace creer que no hay habitantes, es considerar que nadie con un poco de sentido común querría vivir en él.
-Digo que he buscado y rebuscado por todas partes -dijo el enano.
-¿Y no hay nada?
-Lo único que hay es que este planeta está muy mal hecho -replicó el enano-; irregular y mal dispuesto, resulta no sólo ridículo, sino caótico. ¿No veis esos arroyuelos que ninguno corre derecho; esos estanques que no son redondos ni cuadrados, ni ovalados ni de forma geométrica alguna? Observad esos granos de arena (se refería a las montañas), que por cierto se me han metido en los pies... Miren el achatamiento de los polos de este globo que gira y gira alrededor del Sol y cuyo régimen climatológico es tan absurdo que las zonas de ambos polos son yertas y estériles. Lo que más me hace creer que no hay habitantes, es considerar que nadie con un poco de sentido común querría vivir en él.
-Eso no importa nada -dijo
Micromegas-. Pueden no tener sentido común y habitarle. Todo aquí se les antoja
irregular y descompuesto porque no está trazado con tiralíneas como en Júpiter
y Saturno. Eso es lo que los confunde. Por mi parte estoy acostumbrado a ver en
mis viajes las cosas más distintas y los aspectos más variados.
Replicó el saturnino a estas
razones, y no se hubiera concluido esta disputa, si en el calor de ella no
hubiese roto Micromegas el hilo de su collar de diamantes y caídos éstos, que
eran muy hermosos aunque pequeñitos y desiguales. Los más gruesos pesaban
cuatrocientas libras y cincuenta los más menudos. Cogió el enano alguno y
arrimándoselos a los ojos observó que tal como estaban tallados resultaban
excelentes microscopios. Tomó uno, pequeño, puesto que no tenía más de ciento
sesenta pies de diámetro, y se lo aplicó a un ojo mientras que se servía
Micromegas de otro de dos mil quinientos pies. Al principio no vieron nada con
ellos, pero hechas las rectificaciones oportunas, advirtió el saturnino una
cosa imperceptible que se movía entre dos aguas en el mar Báltico: era una
ballena; se la puso bellamente encima de la uña del pulgar y se la enseñó al
siriano, que por la segunda vez se echó a reír de la insignificancia de los
habitantes de la Tierra.
Creyó, pues, el saturnino que nuestro mundo estaba habitado sólo por ballenas y como era muy listo quiso averiguar de qué manera podía moverse un átomo tan ruin, y si tenía ideas, voluntad y libre albedrío.
Micromegas no sabía qué pensar; mas después de examinar con mucha atención al animal, sacó en consecuencia que no podía caber un alma en un cuerpo tan chico. Se Inclinaban ya a creer ambos viajeros que en el terráqueo no existía vida racional, cuando, con el auxilio del microscopio descubrieron otro bulto más grande que la ballena flotando en el mar Báltico. Como es sabido, por aquellos días regresaba del círculo polar una banda de filósofos, que habían ido a tomar unas medidas en que nadie hasta entonces había pensado. Se dijo en los papeles públicos que su barco había encallado en las costas de Botnia y que por poco perecen todos. Pero nunca se sabe en este mundo la verdad oculta de las cosas. Contaré con sinceridad lo ocurrido sin quitar ni añadir nada; esfuerzo que por parte de un historiador es meritorio en alto grado.
Creyó, pues, el saturnino que nuestro mundo estaba habitado sólo por ballenas y como era muy listo quiso averiguar de qué manera podía moverse un átomo tan ruin, y si tenía ideas, voluntad y libre albedrío.
Micromegas no sabía qué pensar; mas después de examinar con mucha atención al animal, sacó en consecuencia que no podía caber un alma en un cuerpo tan chico. Se Inclinaban ya a creer ambos viajeros que en el terráqueo no existía vida racional, cuando, con el auxilio del microscopio descubrieron otro bulto más grande que la ballena flotando en el mar Báltico. Como es sabido, por aquellos días regresaba del círculo polar una banda de filósofos, que habían ido a tomar unas medidas en que nadie hasta entonces había pensado. Se dijo en los papeles públicos que su barco había encallado en las costas de Botnia y que por poco perecen todos. Pero nunca se sabe en este mundo la verdad oculta de las cosas. Contaré con sinceridad lo ocurrido sin quitar ni añadir nada; esfuerzo que por parte de un historiador es meritorio en alto grado.
Capítulo 5.- Experiencias y
reflexiones
Tendió
Micromegas con mucho tiento la mano al sitio donde se veía aquel objeto, y
alargando y encogiendo los dedos, por miedo a equivocarse, y abriéndolos luego
y cerrándolos, agarró con mucha maña el navío donde iban aquellos sabios y le
puso con mucho cuidado en la uña del pulgar.
-He aquí un animal muy distinto del otro -dijo el enano de Saturno, mientras el siriano colocaba al pretenso animal en la palma de la mano.
Los pasajeros y marineros de la tripulación, creyéndose arrebatados por un huracán, y al buque varado en un bajío, se ponen todos en movimiento; cogen los marineros toneles de vino, los tiran a la mano de Micromegas, y ellos se tiran después; sacan los sabios sus cuartos de círculo, sus sectores y sus muchachas laponas y se apean en los dedos del siriano, quien por fin siente que se mueve una cosa que le pica el dedo. Era un garrote con un hierro en la punta que le clavaban hasta un píe de profundidad en el dedo índice; esta picazón le hizo creer que había salido algo del cuerpo del animalejo que tenía en la mano; mas no pudo sospechar al principio otra cosa, pues con su microscopio, que apenas bastaba para distinguir un navío de una ballena, no era posible descubrir a un ente como el hombre.
No quiero zaherir la vanidad de nadie; pero ruego a las personas soberbias que reflexionen sobre este cálculo: aceptando como estatura media del hombre la de cinco pies, su presencia en la Tierra como individuo no hace más bulto que el que haría en una bola de diez pies de circunferencia un animal de seiscientos milavos de pulgada de alto.
No hay duda de que si algún capitán de granaderos lee esta narración mandará que su tropa se ponga morriones de dos o tres pies más altos que los actuales, pero por más que haga, siempre serán él y sus soldados seres infinitamente pequeños.
El filósofo de Sirio tuvo que proceder con suma habilidad para examinar esos átomos. No fue tan extraordinario el descubrimiento de Leuwenhock y Hartsoeker cuando vieron, o creyeron ver los primeros, la simiente que nos engendra. ¡Qué placer el de Micromegas cuando vio cómo se movían aquellos seres; cuando examinó sus movimientos todos y siguió todas sus acciones! ¡Con qué júbilo alargó a sus compañero de viaje uno de sus microscopios!
-He aquí un animal muy distinto del otro -dijo el enano de Saturno, mientras el siriano colocaba al pretenso animal en la palma de la mano.
Los pasajeros y marineros de la tripulación, creyéndose arrebatados por un huracán, y al buque varado en un bajío, se ponen todos en movimiento; cogen los marineros toneles de vino, los tiran a la mano de Micromegas, y ellos se tiran después; sacan los sabios sus cuartos de círculo, sus sectores y sus muchachas laponas y se apean en los dedos del siriano, quien por fin siente que se mueve una cosa que le pica el dedo. Era un garrote con un hierro en la punta que le clavaban hasta un píe de profundidad en el dedo índice; esta picazón le hizo creer que había salido algo del cuerpo del animalejo que tenía en la mano; mas no pudo sospechar al principio otra cosa, pues con su microscopio, que apenas bastaba para distinguir un navío de una ballena, no era posible descubrir a un ente como el hombre.
No quiero zaherir la vanidad de nadie; pero ruego a las personas soberbias que reflexionen sobre este cálculo: aceptando como estatura media del hombre la de cinco pies, su presencia en la Tierra como individuo no hace más bulto que el que haría en una bola de diez pies de circunferencia un animal de seiscientos milavos de pulgada de alto.
No hay duda de que si algún capitán de granaderos lee esta narración mandará que su tropa se ponga morriones de dos o tres pies más altos que los actuales, pero por más que haga, siempre serán él y sus soldados seres infinitamente pequeños.
El filósofo de Sirio tuvo que proceder con suma habilidad para examinar esos átomos. No fue tan extraordinario el descubrimiento de Leuwenhock y Hartsoeker cuando vieron, o creyeron ver los primeros, la simiente que nos engendra. ¡Qué placer el de Micromegas cuando vio cómo se movían aquellos seres; cuando examinó sus movimientos todos y siguió todas sus acciones! ¡Con qué júbilo alargó a sus compañero de viaje uno de sus microscopios!
-Los veo perfectamente -decían
ambos, a la vez-; observad cómo andan y suben y bajan.
Esto decían y les temblaban las manos de gozo al ver objetos tan nuevos y también de miedo a perderlos de vista. Pasando el saturnino de un extremo de desconfianza al opuesto de credulidad, se figuró que algunos estaban ocupados en la propagación de su especie.
-¡Ah! -dijo el saturnino-. Ya tengo en mis manos el secreto de la naturaleza.
Evidentemente las apariencias, cosa que sucede a menudo, engañan, tanto si se usa como si no se usa microscopio.
Esto decían y les temblaban las manos de gozo al ver objetos tan nuevos y también de miedo a perderlos de vista. Pasando el saturnino de un extremo de desconfianza al opuesto de credulidad, se figuró que algunos estaban ocupados en la propagación de su especie.
-¡Ah! -dijo el saturnino-. Ya tengo en mis manos el secreto de la naturaleza.
Evidentemente las apariencias, cosa que sucede a menudo, engañan, tanto si se usa como si no se usa microscopio.
Capítulo 6.- Lo que les sucedió
con los hombres
Mejor
observador Micromegas que el enano, advirtió claramente que aquellos átomos se
hablaban y así se lo hizo notar a su compañero, el cual, con la vergüenza de
haberse engañado acerca del mecanismo de la generación, no quiso creer que
semejante especie de bichos pudieran tener y comunicarse sus ideas. Micromegas
poseía el don de lenguas, no menos que el siriano, y no entendiendo a nuestros
átomos, suponía que no hablaban; y luego ¿cómo habían de tener órganos de la
voz unos seres casi imperceptibles, ni qué se habían de decir? Para hablar es
indispensable pensar, y si pensaban, llevaban en sí algo que equivalía al alma;
y atribuir una cosa equivalente al alma a especie tan ruin, se le antojaba
mucho disparate. Le dijo el siriano:
-¿Pues no creas, hace poco, que se estaban amando? ¿Piensas que se hacen ciertas cosas sin pensar y sin hablar, o a lo menos, sin darse a entender? ¿Crees que es más fácil hacer un chico que un silogismo? A mí, una y otra cosa me parecen impenetrables misterios.
-No me atrevo ya -dijo el enano- a creer ni a negar nada; procedamos a examinar estos insectos y meditemos luego.
-De acuerdo -respondió Micromegas.
Y sacando unas tijeras se cortó la uña de su dedo pulgar con la que hizo una especie de bocina enorme, como un embudo inmenso, y luego se puso el cañón al oído; la circunferencia del embudo abarcaba al navío y toda su tripulación, y la más débil voz se introducía en las fibras circulares de la uña; de suerte que, merced a su ingenio, el filósofo de allá arriba, oyó perfectamente el zumbido de nuestros insectos de acá abajo, y en pocas horas logró distinguir las palabras y entender el idioma francés en que hablaban. Lo mismo hizo el enano, aunque no con tanta facilidad. Crecía el asombro de los dos viajeros al oír hablar con notable discreción y les parecía inexplicable este fenómeno de la naturaleza. Como podemos figurarnos el enano y el siriano se morían de deseos de entablar conversación con aquellos átomos; pero tenían miedo de que su voz atronara a los microbios sin que la oyesen.
-¿Pues no creas, hace poco, que se estaban amando? ¿Piensas que se hacen ciertas cosas sin pensar y sin hablar, o a lo menos, sin darse a entender? ¿Crees que es más fácil hacer un chico que un silogismo? A mí, una y otra cosa me parecen impenetrables misterios.
-No me atrevo ya -dijo el enano- a creer ni a negar nada; procedamos a examinar estos insectos y meditemos luego.
-De acuerdo -respondió Micromegas.
Y sacando unas tijeras se cortó la uña de su dedo pulgar con la que hizo una especie de bocina enorme, como un embudo inmenso, y luego se puso el cañón al oído; la circunferencia del embudo abarcaba al navío y toda su tripulación, y la más débil voz se introducía en las fibras circulares de la uña; de suerte que, merced a su ingenio, el filósofo de allá arriba, oyó perfectamente el zumbido de nuestros insectos de acá abajo, y en pocas horas logró distinguir las palabras y entender el idioma francés en que hablaban. Lo mismo hizo el enano, aunque no con tanta facilidad. Crecía el asombro de los dos viajeros al oír hablar con notable discreción y les parecía inexplicable este fenómeno de la naturaleza. Como podemos figurarnos el enano y el siriano se morían de deseos de entablar conversación con aquellos átomos; pero tenían miedo de que su voz atronara a los microbios sin que la oyesen.
Trataron, pues, de amortiguar su
intensidad, y para ello se pusieron en la boca unos mondadientes muy menudos,
cuya punta muy afilada iba a parar junto al navío. Puso el siriano al enano
entre sus rodillas, y encima de una uña, el navío con su tripulación; bajó la
cabeza y habló muy quedo, y después de todas estas precauciones, y muchas más,
dijo lo siguiente:
-Invisibles insectos que la diestra del Creador se plugo producir en los abismos de lo infinitamente pequeño; yo los bendigo. Acaso luego me desprecien en mi Corte; pero yo a nadie desprecio, y les brindo mi protección.
Si hubo asombros en el mundo, ninguno llegó al de los que estas palabras oyeron, sin poder atinar de dónde salían. Rezó el capellán las preces contra el demonio, blasfemaron los marineros, e inventaron varios sistemas los filósofos del navío; pero a pesar de sus meditaciones, no les fue posible averiguar quién era el que les hablaba.
-Invisibles insectos que la diestra del Creador se plugo producir en los abismos de lo infinitamente pequeño; yo los bendigo. Acaso luego me desprecien en mi Corte; pero yo a nadie desprecio, y les brindo mi protección.
Si hubo asombros en el mundo, ninguno llegó al de los que estas palabras oyeron, sin poder atinar de dónde salían. Rezó el capellán las preces contra el demonio, blasfemaron los marineros, e inventaron varios sistemas los filósofos del navío; pero a pesar de sus meditaciones, no les fue posible averiguar quién era el que les hablaba.
Fue entonces cuando el enano de
Saturno, que tenía la voz más débil que Micromegas, les explicó todo
circunstanciadamente; el viaje desde Saturno, y quién era el señor Micromegas.
Compadecido de que fueran tan chicos los habitantes de la Tierra les habló con
ternura preguntándoles si habían sido siempre tan insignificantes y qué era lo
que hacían en un globo que, al parecer, pertenecía a las ballenas. Les preguntó
también si eran felices, si tenían alma, si se reproducían y otras mil
preguntas por el estilo.
Ofendido de que alguien dudase de si tenían alma, un sabio de la Tierra, más audaz que los demás, observó a su interlocutor con una pínula adaptada a un cuarto de círculo, midió los triángulos y por último dijo así: -¿Crees, caballero, que por ser de una estatura de dos mil metros eres un...?
-¡Dos mil metros? -exclamó el enano-. ¡No se ha equivocado ni en una pulgada! Así pues, este átomo ha podido medirme. Sabe matemáticas y ha determinado mi tamaño. En cambio, yo no le puedo ver sin el auxilio del microscopio y no sé qué dimensiones tiene.
-Sí, supe medirlos -dijo el matemático- y podré a hacer lo mismo con el gigante que los acompaña.
Ofendido de que alguien dudase de si tenían alma, un sabio de la Tierra, más audaz que los demás, observó a su interlocutor con una pínula adaptada a un cuarto de círculo, midió los triángulos y por último dijo así: -¿Crees, caballero, que por ser de una estatura de dos mil metros eres un...?
-¡Dos mil metros? -exclamó el enano-. ¡No se ha equivocado ni en una pulgada! Así pues, este átomo ha podido medirme. Sabe matemáticas y ha determinado mi tamaño. En cambio, yo no le puedo ver sin el auxilio del microscopio y no sé qué dimensiones tiene.
-Sí, supe medirlos -dijo el matemático- y podré a hacer lo mismo con el gigante que los acompaña.
Admitida la propuesta, se tendió
Su Excelencia en el suelo, porque estando en pie, su cabeza se perdía en las
nubes, y nuestros filósofos le plantaron un árbol muy grande en cierto sitio
que el doctor Swift hubiera designado por su nombre, pero que yo no me atrevo a
mencionar por el mucho respeto que tengo a las damas. Luego, mediante una serie
de triángulos que trazaron y relacionaron unos con otros, sacaron en
consecuencia que la persona que medían era un sujeto de veinte mil pies de
estatura.
Micromegas decía:
Micromegas decía:
-¡Cuan cierto es que nunca se
deben juzgar las cosas por su apariencia! Seres insignificantes, despreciables,
tienen uso de razón, y aun es posible que otros más pequeños todavía posean más
inteligencia que esos inmensos animales que he visto en el cielo y que con un
solo pie cubrirían el planeta en que me encuentro. Para Dios, en su
omnipotencia, no hay dificultad en proveer de entendimiento, lo mismo a los
seres infinitamente grandes que a los infinitamente pequeños.
Le respondió uno de los filósofos que bien podía creer, sin duda alguna, que había seres inteligentes mucho más pequeños que el hombre, y para probárselo le contó, no las fábulas de Virgilio sobre las abejas, sino lo que Swammerdam ha descubierto, y lo que ha disecado Reaumur. Le dijo también que hay animales que son, con respecto a las abejas, lo que las abejas con respecto al hombre y le hizo notar lo que el propio siriano significaba en relación con aquellos animales enormes a que se había referido; a su vez, estos grandes animales comparados con otros, parecen imperceptibles átomos. Poco a poco fue haciéndose interesante la conversación.
Micromegas se expresó así:
Le respondió uno de los filósofos que bien podía creer, sin duda alguna, que había seres inteligentes mucho más pequeños que el hombre, y para probárselo le contó, no las fábulas de Virgilio sobre las abejas, sino lo que Swammerdam ha descubierto, y lo que ha disecado Reaumur. Le dijo también que hay animales que son, con respecto a las abejas, lo que las abejas con respecto al hombre y le hizo notar lo que el propio siriano significaba en relación con aquellos animales enormes a que se había referido; a su vez, estos grandes animales comparados con otros, parecen imperceptibles átomos. Poco a poco fue haciéndose interesante la conversación.
Micromegas se expresó así:
Capítulo 7.-La conversación que
tuvieron
-¡Oh
átomos inteligentes en quienes quiso el Eterno manifestar su arte y su poder!
Decidme, amigo ¿no disfrutan en su globo terráqueo purísimos deleites? Apenas
tienen materia, son todo espíritu, lo cual quiere decir que seguramente
emplearan su vida en pensar y amar, que es la vida que corresponde a los
espíritus. Yo que no he visto la felicidad en ninguna parte, creo ahora que
está entre ustedes.
Se cogieron de hombros al oír esto los filósofos. Uno de ellos quiso hablar con sinceridad y manifestó que, exceptuando un número reducidísimo, a quienes para nada se tenía en cuenta, todos los demás eran una cáfila de locos, perversos y desdichados.
Se cogieron de hombros al oír esto los filósofos. Uno de ellos quiso hablar con sinceridad y manifestó que, exceptuando un número reducidísimo, a quienes para nada se tenía en cuenta, todos los demás eran una cáfila de locos, perversos y desdichados.
-Más materia tenemos -dijo- de la
que es menester para obrar mal, si procede el mal de la materia, y mucha
inteligencia, si proviene de la inteligencia. ¿Sabés por ejemplo que a estas
horas, cien mil locos de nuestra especie, que llevan sombrero, están matando a
otros cien mil animales que llevan turbante, o muriendo a sus manos? Tal es la
norma en la tierra, desde que el hombre existe.
Se horrorizó el siriano y preguntó cuál era el motivo de tan horribles contiendas entre animales tan ruines.
Se horrorizó el siriano y preguntó cuál era el motivo de tan horribles contiendas entre animales tan ruines.
-Se disputan -dijo el filósofo-
unos trozos de tierra del tamaño de sus pies; y se los disputan no porque
ninguno de los hombres que pelean y mueren o matan quiera para sí un terrón
siquiera de aquel pedazo de tierra, sino por si éste ha de pertenecer a cierto
individuo que llaman Sultán o a otro que apellidan Zar. Ninguno de los dos ha
visto, ni verá nunca, el minúsculo territorio en litigio, así como tampoco
ninguno de los animales que recíprocamente se asesinan han visto al animal por
quien se asesinan.
-¡Desventurados! -exclamó con indignación el siriano-. ¿Cómo es posible tan absurdo frenesí? Deseos me dan de pisar a ese hormiguero ridículo de asesinos.
-No hace falta que se tome ese trabajo. Ellos solos se bastan para destruirse. Dentro de cien años habrán quedado reducidos a la décima parte. Aun sin guerras perecen de hambre, de fatiga, o de vicios. Pero no son ellos los que merecen castigo, sino quienes desde la tranquilidad de su gabinete y mientras hacen la digestión de una opípara comida, ordenan el degüello de un millón de hombres y dan luego gracias a Dios en solemnes funciones religiosas.
Se sentía el viajero movido a piedad hacia el ruin linaje humano en el cual tantas contradicciones descubría.
-Puesto que pertenecen al corto número de los sabios -dijo a sus interlocutores- les ruego me digan cuáles son sus ocupaciones.
-Disecamos moscas -respondió uno de los filósofos-, medimos líneas, coleccionamos nombres, coincidimos acerca de dos o tres puntos que entendemos y discrepamos sobre dos o tres mil que no entendemos.
El siriano y el saturnino se pusieron a hacerles preguntas para saber sobre qué estaban acordes.
-¿Qué distancia hay -dijo el saturnino- desde la Canícula hasta la mayor de Géminis?
Le respondieron todos a la vez:
-Treinta y dos grados y medio.
-¿Qué distancia hay de aquí a la Luna?
-Setenta semidiámetros de la Tierra.
-¿Cuánto pesa el aire suyo?
-¡Desventurados! -exclamó con indignación el siriano-. ¿Cómo es posible tan absurdo frenesí? Deseos me dan de pisar a ese hormiguero ridículo de asesinos.
-No hace falta que se tome ese trabajo. Ellos solos se bastan para destruirse. Dentro de cien años habrán quedado reducidos a la décima parte. Aun sin guerras perecen de hambre, de fatiga, o de vicios. Pero no son ellos los que merecen castigo, sino quienes desde la tranquilidad de su gabinete y mientras hacen la digestión de una opípara comida, ordenan el degüello de un millón de hombres y dan luego gracias a Dios en solemnes funciones religiosas.
Se sentía el viajero movido a piedad hacia el ruin linaje humano en el cual tantas contradicciones descubría.
-Puesto que pertenecen al corto número de los sabios -dijo a sus interlocutores- les ruego me digan cuáles son sus ocupaciones.
-Disecamos moscas -respondió uno de los filósofos-, medimos líneas, coleccionamos nombres, coincidimos acerca de dos o tres puntos que entendemos y discrepamos sobre dos o tres mil que no entendemos.
El siriano y el saturnino se pusieron a hacerles preguntas para saber sobre qué estaban acordes.
-¿Qué distancia hay -dijo el saturnino- desde la Canícula hasta la mayor de Géminis?
Le respondieron todos a la vez:
-Treinta y dos grados y medio.
-¿Qué distancia hay de aquí a la Luna?
-Setenta semidiámetros de la Tierra.
-¿Cuánto pesa el aire suyo?
No creían que pudiesen responder
a esta pregunta; pero todos le dijeron que pesaba novecientas veces menos que
el mismo volumen del agua más ligera y diecinueve mil veces menos que el
oro.
Atónito el enano de Saturno ante la exactitud de las respuestas, estaba tentado a creer que eran magos aquellos mismos a quienes un cuarto de hora antes les había negado la inteligencia.
Por último habló Micromegas:
-Ya que tan perfectamente sabe lo de sea de su planeta, sin duda mejor sabrá lo que hay dentro. Digame, pues, ¿qué es su alma y cómo se forman sus ideas?
Los filósofos hablaron todos a la par como antes, pero todos manifestaron distinto parecer.
Citó el más anciano a Aristóteles, otro pronunció el nombre de Descartes, éste el de Malebranche, aquél el de Leibnitz y el de Locke otro.
El viejo peripatético dijo con gran convicción:
-El alma es una entelequia, una razón en virtud de la cual tiene el poder de ser lo que es; así lo dice expresamente Aristóteles, página 633 de la edición del Louvre:
\EPSILON\nu\tau\epsilon\lambda\epsilon\khi\epsilon\iota\alphaepsilon\theta\tau\iota.
-No entiendo el griego -confesó el gigante.
-Ni yo tampoco -respondió el filósofo.
-Entonces ¿por qué citas a ese Aristóteles en griego?
-Porque lo que uno no entiende, lo ha de citar en una lengua que no sabe.
Tomó entonces la palabra el cartesiano y dijo:
-El alma es un espíritu puro, que en el vientre de la madre recibe todas las ideas metafísicas y que, en cuanto sale de él, tiene que ir a la escuela para aprender de nuevo lo que tan bien sabía y que nunca volverá a saber.
El animal de ocho leguas opinó que importaba muy poco que el alma supiera mucho en el vientre de su madre si después lo ignora todo.
-Pero dime, ¿qué entiendes por espíritu?
-¡Valiente pregunta! -contestó el otro-. No tengo idea de él. Dicen que es lo que no es materia.
-¿Y sabés lo que es materia?
-Eso sí. Esa piedra, por ejemplo, es parda y de tal figura, tiene tres dimensiones y es pesada y divisible.
-Así es -asintió el siriano-; pero esa cosa que te parece divisible, pesada y parda ¿me dirás qué es? Tú sabes de algunos de sus atributos, pero el sostén de esos atributos ¿lo conoces?
-No -dijo el otro.
-Luego no sabes qué cosa sea la materia. Dirigiéndose entonces el señor Micromegas a otro sabio que encima de su dedo pulgar se posaba, le preguntó qué creía que era su alma y de qué se ocupaba él.
-No hago nada -respondió el filósofo malebranchista-; Dios es quien lo hace todo por mí; en Él lo veo todo, en Él lo hago todo y es El quien todo lo dispone sin cooperación mía.
-Eso es igual que no existir -respondió el filósofo de Sirio-.
Y tú, amigo -le dijo a un leibnitziano que allí estaba-, ¿qué haces? ¿Qué es tu alma?
-Una aguja de reloj -dijo el leibnitziano- que señala las horas mientras suenan musicalmente en mi cuerpo, o bien, si les parece mejor, el alma las suena mientras el cuerpo las señala; o bien, mi alma es el espejo del universo y mi cuerpo el marco del espejo. La cosa no puede ser más clara.
Los estaba oyendo un sectario de Locke, y cuando le tocó hablar dijo:
-Yo no sé cómo pienso; lo que sé es que nunca he pensado como no sea por medio de mis sentidos. Que haya sustancias inmateriales e inteligentes, no lo pongo en duda; pero que no pueda Dios comunicar la inteligencia a la materia, eso no lo creo. Respeto al eterno poder, y sé que no me compete definirle; no afirmo nada y me inclino a creer que hay muchas más cosas posibles de lo que se piensa.
Se sonrió el animal de Sirio y le pareció que no era éste el menos cuerdo. Si no hubiera sido por la enorme desproporción de sus tamaños corpóreos, hubiese dado un abrazo, el enano de Saturno al discípulo de Locke. Por desgracia, se encontraba también allí un pequeño animal tocado con un birrete, que, interrumpiendo el diálogo, manifestó que él estaba en posesión de la verdad que no era otra que la expuesta en la Summa de Santo Tomás; y mirando de pies a cabeza a los dos viajeros celestes les dijo que sus personas, sus mundos, sus soles y sus estrellas, todo había sido creado para el hombre. Al oír los otros tal sandez, se echaron a reír estrepitosamente con aquella inextinguible risa que, según Homero, es atributo de los dioses.
Atónito el enano de Saturno ante la exactitud de las respuestas, estaba tentado a creer que eran magos aquellos mismos a quienes un cuarto de hora antes les había negado la inteligencia.
Por último habló Micromegas:
-Ya que tan perfectamente sabe lo de sea de su planeta, sin duda mejor sabrá lo que hay dentro. Digame, pues, ¿qué es su alma y cómo se forman sus ideas?
Los filósofos hablaron todos a la par como antes, pero todos manifestaron distinto parecer.
Citó el más anciano a Aristóteles, otro pronunció el nombre de Descartes, éste el de Malebranche, aquél el de Leibnitz y el de Locke otro.
El viejo peripatético dijo con gran convicción:
-El alma es una entelequia, una razón en virtud de la cual tiene el poder de ser lo que es; así lo dice expresamente Aristóteles, página 633 de la edición del Louvre:
\EPSILON\nu\tau\epsilon\lambda\epsilon\khi\epsilon\iota\alphaepsilon\theta\tau\iota.
-No entiendo el griego -confesó el gigante.
-Ni yo tampoco -respondió el filósofo.
-Entonces ¿por qué citas a ese Aristóteles en griego?
-Porque lo que uno no entiende, lo ha de citar en una lengua que no sabe.
Tomó entonces la palabra el cartesiano y dijo:
-El alma es un espíritu puro, que en el vientre de la madre recibe todas las ideas metafísicas y que, en cuanto sale de él, tiene que ir a la escuela para aprender de nuevo lo que tan bien sabía y que nunca volverá a saber.
El animal de ocho leguas opinó que importaba muy poco que el alma supiera mucho en el vientre de su madre si después lo ignora todo.
-Pero dime, ¿qué entiendes por espíritu?
-¡Valiente pregunta! -contestó el otro-. No tengo idea de él. Dicen que es lo que no es materia.
-¿Y sabés lo que es materia?
-Eso sí. Esa piedra, por ejemplo, es parda y de tal figura, tiene tres dimensiones y es pesada y divisible.
-Así es -asintió el siriano-; pero esa cosa que te parece divisible, pesada y parda ¿me dirás qué es? Tú sabes de algunos de sus atributos, pero el sostén de esos atributos ¿lo conoces?
-No -dijo el otro.
-Luego no sabes qué cosa sea la materia. Dirigiéndose entonces el señor Micromegas a otro sabio que encima de su dedo pulgar se posaba, le preguntó qué creía que era su alma y de qué se ocupaba él.
-No hago nada -respondió el filósofo malebranchista-; Dios es quien lo hace todo por mí; en Él lo veo todo, en Él lo hago todo y es El quien todo lo dispone sin cooperación mía.
-Eso es igual que no existir -respondió el filósofo de Sirio-.
Y tú, amigo -le dijo a un leibnitziano que allí estaba-, ¿qué haces? ¿Qué es tu alma?
-Una aguja de reloj -dijo el leibnitziano- que señala las horas mientras suenan musicalmente en mi cuerpo, o bien, si les parece mejor, el alma las suena mientras el cuerpo las señala; o bien, mi alma es el espejo del universo y mi cuerpo el marco del espejo. La cosa no puede ser más clara.
Los estaba oyendo un sectario de Locke, y cuando le tocó hablar dijo:
-Yo no sé cómo pienso; lo que sé es que nunca he pensado como no sea por medio de mis sentidos. Que haya sustancias inmateriales e inteligentes, no lo pongo en duda; pero que no pueda Dios comunicar la inteligencia a la materia, eso no lo creo. Respeto al eterno poder, y sé que no me compete definirle; no afirmo nada y me inclino a creer que hay muchas más cosas posibles de lo que se piensa.
Se sonrió el animal de Sirio y le pareció que no era éste el menos cuerdo. Si no hubiera sido por la enorme desproporción de sus tamaños corpóreos, hubiese dado un abrazo, el enano de Saturno al discípulo de Locke. Por desgracia, se encontraba también allí un pequeño animal tocado con un birrete, que, interrumpiendo el diálogo, manifestó que él estaba en posesión de la verdad que no era otra que la expuesta en la Summa de Santo Tomás; y mirando de pies a cabeza a los dos viajeros celestes les dijo que sus personas, sus mundos, sus soles y sus estrellas, todo había sido creado para el hombre. Al oír los otros tal sandez, se echaron a reír estrepitosamente con aquella inextinguible risa que, según Homero, es atributo de los dioses.
Las convulsiones de tanta
hilaridad hicieron caer al navío de la uña del siriano al bolsillo de los
calzones del saturnino. Lo buscaron ambos mucho tiempo; al cabo toparon con la
tripulación y la metieron en el barco lo mejor que pudieron.
Luego el siriano se despidió
amablemente de aquellos charlatanes, aunque le tenía algo mohíno ver que unos
seres tan infinitamente pequeños, tuvieran una vanidad tan infinitamente
grande. Les prometió un libro de filosofía escrito en letra muy menuda, para
que pudieran leerle.
-En él verán -dijo- la razón de todas las cosas.
En efecto, antes de irse les dio el libro prometido que llevaron a la Academia de Ciencias de París. Cuando lo abrió el viejo secretario de la Academia, observó que todas las páginas estaban en blanco.
-¡Ah! -dijo-. Ya me lo figuraba yo.
-En él verán -dijo- la razón de todas las cosas.
En efecto, antes de irse les dio el libro prometido que llevaron a la Academia de Ciencias de París. Cuando lo abrió el viejo secretario de la Academia, observó que todas las páginas estaban en blanco.
-¡Ah! -dijo-. Ya me lo figuraba yo.
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