El Cuervo
Por Edgar Allan
Poe
Cierta noche aciaga, cuando, con la mente cansada,
meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral
y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido,
como si alguien muy suavemente llamara a mi portal.
"Es un visitante -me dije-, que está llamando al
portal;
sólo eso y nada más."
¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado diciembre!
Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral.
Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado
calma en mis libros,
ni consuelo a la perdida abismal
de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar
y aquí nadie nombrará.
Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas
me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto era tal
que, para calmar mi angustia repetí con voz mustia:
"No es sino un visitante que ha llegado a mi portal;
un tardío visitante esperando en mi portal.
Sólo eso y nada más".
Más de pronto me animé y sin vacilación hablé:
"Caballero -dije-, o señora, me tendréis que disculpar
pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido
y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal
que dudé de haberlo oído...", y abrí de golpe el
portal:
sólo sombras, nada más.
La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno,
y soñé sueños que nadie osó soñar jamás;
pero en este silencio atroz, superior a toda voz,
sólo se oyó la palabra "Leonor", que yo me atreví
a
susurrar...
sí, susurré la palabra "Leonor" y un eco volvióla
a
nombrar.
Sólo eso y nada más.
Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis aposentos
pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.
"Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi ventana;
veré pues de qué se trata, que misterio habrá detrás.
Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.
¡Es el viento y nada más!".
Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana,
agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y ancestral.
Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento,
con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal,
en un pálido busto de Palas que hay encima del umbral;
fue, posose y nada más.
Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave,
en sonriente extrañeza mi gris solemnidad.
"Ese penacho rapado -le dije-, no te impide ser
osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;
¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?"
Dijo el cuervo: "Nunca más".
Que una ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa
sorprendióme aunque el sentido fuera tan poco cabal,
pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido
ocasión de ver posado tal pájaro en su portal.
Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal
que se llamara "Nunca más".
Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto,
como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más.
No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna
hasta que al fin musité: "Vi a otros amigos volar;
por la mañana él también, cual mis anhelos, volará".
Dijo entonces: "Nunca más".
Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;
"Sin duda - dije-, repite lo que ha podido acopiar
del repertorio olvidado de algún amo desgraciado
que en su caída redujo sus canciones a un refrán:
"Nunca, nunca más".
Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía
planté una silla mullida frente al ave y el portal;
y hundido en el terciopelo me afané con recelo
en descubrir que quería la funesta ave ancestral
al repetir: "Nunca más".
Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra
al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;
eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada
sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar.
¡Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar,
y ya no usará nunca más!
Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso
mecido por serafines de leve andar musical.
"¡Miserable! -me dije-. ¡Tu Dios estos ángeles dirige
hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar!
¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!".
Dijo el cuervo: "Nunca más".
"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo
alado!
¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad
trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,
a esta morada espectral? ¡Mas te imploro, dime ya,
dime, te imploro, si existe algún bálsamo en Galaad!"
Dijo el cuervo: "Nunca más".
"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo
alado!
Por el Dios que veneramos, por el manto celestial,
dile a este desventurado si en el Edén lejano
a Leonor, ahora entre ángeles, un día podré abrazar".
Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".
"¡Diablo alado, no hables más!", dije, dando un
paso atrás;
¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!
¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje
quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!
¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!"
Dijo el cuervo: "Nunca más".
Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado,
en el pálido busto de Palas que hay encima del portal;
y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,
cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;
y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,
no se alzará...¡nunca más!.
The Raven
By Edgar
Allan Poe
Once upon a
midnight dreary, while I pondered, weak and weary,
Over many a
quaint and curious volume of forgotten lore,
While I
nodded, nearly napping, suddenly there came a tapping,
As of some
one gently rapping, rapping at my chamber door.
"'Tis
some visitor," I muttered, "tapping at my chamber door,
Only this
and nothing more."
Ah,
distinctly I remember it was in the bleak December,
And each
separate dying ember wrought its ghost upon the floor.
Eagerly I
wished the morrow; vainly I had sought to borrow
From my
books surcease of sorrow, sorrow for the lost Lenore,
For the rare
and radiant maiden whom the angels name Lenore,
Nameless
here for evermore.
And the
silken sad uncertain rustling of each purple curtain
Thrilled
me, filled me with fantastic terrors never felt before;
So that
now, to still the beating of my heart, I stood repeating
"'Tis
some visitor entreating entrance at my chamber door,
Some late
visitor entreating entrance at my chamber door;
This it is
and nothing more."
Presently
my soul grew stronger; hesitating then no longer,
"Sir,"
said I, "or Madam, truly your forgiveness I implore;
But the
fact is I was napping, and so gently you came rapping,
And so
faintly you came tapping, tapping at my chamber door,
That I
scarce was sure I heard you", here I opened wide the door,
Darkness
there and nothing more.
Deep into
that darkness peering, long I stood there wondering, fearing,
Doubting,
dreaming dreams no mortals ever dared to dream before;
But the
silence was unbroken, and the stillness gave no token,
And the
only word there spoken was the whispered word, "Lenore?"
This I
whispered, and an echo murmured back the word, "Lenore!",
Merely this
and nothing more.
Back into
the chamber turning, all my soul within me burning,
Soon again
I heard a tapping something louder than before.
"Surely,"
said I, "surely that is something at my window lattice;
Let me see,
then, what thereat is and this mystery explore,
Let my
heart be still a moment and this mystery explore;
'Tis the
wind and nothing more."
Open here I
flung the shutter, when, with many a flirt and flutter,
In there
stepped a stately Raven of the saintly days of yore.
Not the
least obeisance made he; not a minute stopped or stayed he,
But, with
mien of lord or lady, perched above my chamber door,
Perched
upon a bust of Pallas just above my chamber door,
Perched,
and sat, and nothing more.
Then the
ebony bird beguiling my sad fancy into smiling,
By the
grave and stern decorum of the countenance it wore,
"Though
thy crest be shorn and shaven, thou," I said, "art sure no craven,
Ghastly
grim and ancient Raven wandering from the Nightly shore,
Tell me
what thy lordly name is on the Night's Plutonian shore!"
Quoth the
Raven, "Nevermore."
Much I
marvelled this ungainly fowl to hear discourse so plainly,
Though its
answer little meaning, little relevancy bore;
For we cannot
help agreeing that no living human being
Ever yet
was blessed with seeing bird above his chamber door,
Bird or
beast upon the sculptured bust above his chamber door,
With such
name as "Nevermore."
But the
Raven, sitting lonely on that placid bust, spoke only
That one
word, as if its soul in that one word he did outpour
Nothing
farther then he uttered; not a feather then he fluttered,
Till I
scarcely more than muttered: "Other friends have flown before,
On the
morrow he will leave me, as my Hopes have flown before."
Then the
bird said "Nevermore."
Startled at
the stillness broken by reply so aptly spoken,
"Doubtless,"
said I, "what it utters is its only stock and store,
Caught from
some unhappy master whom unmerciful Disaster
Followed
fast and followed faster till his songs one burden bore,
Till the
dirges of his Hope that melancholy burden bore
Of 'Never,
nevermore.'"
But the
Raven still beguiling all my sad soul into smiling,
Straight I
wheeled a cushioned seat in front of bird and bust and door;
Then, upon
the velvet sinking, I betook myself to linking
Fancy unto
fancy, thinking what this ominous bird of yore,
What this
grim, ungainly, ghastly, gaunt, and ominous bird of yore
Meant in
croaking "Nevermore."
This I sat
engaged in guessing, but no syllable expressing
To the fowl
whose fiery eyes now burned into my bosom's core;
This and
more I sat divining, with my head at ease reclining
On the
cushion's velvet lining that the lamp-light gloated o'er,
But whose
velvet violet lining with the lamp-light gloating o'er
She shall
press, ah, nevermore!
Then,
methought, the air grew denser, perfumed from an unseen censer
Swung by
Seraphim whose foot-falls tinkled on the tufted floor.
"Wretch,"
I cried, "thy God hath lent thee, by these angels he hath sent thee
Respite,
respite and nepenthe from thy memories of Lenore!
Quaff, oh
quaff this kind nepenthe and forget this lost Lenore!"
Quoth the
Raven, "Nevermore."
"Prophet!"
said I, "thing of evil! prophet still, if bird or devil!
Whether
Tempter sent, or whether tempest tossed thee here ashore,
Desolate,
yet all undaunted, on this desert land enchanted,
On this
home by Horror haunted, tell me truly, I implore,
Is there...
is there balm in Gilead? tell me, tell me, I implore!"
Quoth the
Raven, "Nevermore."
"Prophet!"
said I, "thing of evil! prophet still, if bird or devil!
By that
Heaven that bends above us, by that God we both adore,
Tell this
soul with sorrow laden if, within the distant Aidenn,
It shall
clasp a sainted maiden whom the angels name Lenore,
Clasp a rare
and radiant maiden whom the angels name Lenore."
Quoth the
Raven, "Nevermore."
"Be
that our sign of parting, bird or fiend!" I shrieked, upstarting,
"Get
thee back into the tempest and the Night's Plutonian shore!
Leave no
black plume as a token of that lie thy soul has spoken!
Leave my
loneliness unbroken! quit the bust above my door!
Take thy
beak from out my heart, and take thy form from off my door!"
Quoth the
Raven, "Nevermore."
And the
Raven, never flitting, still is sitting, still is sitting
On the
pallid bust of Pallas just above my chamber door;
And his
eyes have all the seeming of a demon's that is dreaming
And the
lamp-light o'er him streaming throws his shadows on the floor;
And my soul
from out that shadow that lies floating on the floor
Shall be
lifted... nevermore!
Edgar Allan
Poe
El Corazón Delatador
¡Es verdad! Soy nervioso, terriblemente nervioso. Siempre lo
he sido y lo soy. pero, ¿podría decirse que
estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, no
los había destruido ni apagado. Sobre todo,
tenía el sentido del oído agudo. Oía todo sobre el cielo y
la tierra. Oía muchas cosas del infierno. Entonces,
¿cómo voy a estar loco? Escuchen y observen con qué
tranquilidad, con qué cordura puedo contarles toda
la historia.
Me resulta imposible decir cómo surgió en mi cabeza esa idea
por primera vez; pero, una vez concebida,
me persiguió día y noche. No perseguía ningún fin. No había
pasión. Yo quería mucho al viejo. Nunca me
había hecho nada malo. nunca me había insultado. no deseaba
su oro. Creo que fue su ojo. ¡Sí, eso fue!
Tenía un ojo semejante al de un buitre. Era un ojo de un
color azul pálido, con una fina película delante.
Cada vez que posaba ese ojo en mí, se me enfriaba la sangre;
y así, muy gradualmente, fui decidiendo
quitarle la vida al viejo y quitarme así de encima ese ojo
para siempre.
Pues bien, así fue. Usted creerá que estoy loco. Los locos
no saben nada. Pero debería haberme visto.
Debería usted haber visto con qué sabiduría procedí, con qué
cuidado, con qué previsión, con qué disimulo
me puse a trabajar. Nunca había sido tan amable con el viejo
como la semana antes de matarlo. Y cada
noche, cerca de medianoche, yo hacía girar el picaporte de
su puerta y la abría, con mucho cuidado. Y
después, cuando la había abierto lo suficiente para pasar la
cabeza, levantaba una linterna cerrada,
completamente cerrada, de modo que no se viera ninguna luz,
y tras ella pasaba la cabeza. ¡Cómo se habría
reído usted si hubiera visto con qué astucia pasaba la
cabeza! La movía muy despacio, muy lentamente,
para no molestar el sueño del viejo. Me llevaba una hora
meter toda la cabeza por esa abertura hasta donde
podía verlo dormir sobre su cama. ¡Ja! ¿Podría un loco
actuar con tanta prudencia? Y luego, cuando mi
cabeza estaba bien dentro de la habitación, abría la
linterna con cautela, con mucho cuidado (porque las
bisagras hacían ruido), hasta que un solo rayo de luz cayera
sobre el ojo de buitre. Hice todo esto durante
siete largas noches, cada noche cerca de las doce, pero
siempre encontraba el ojo cerrado y era imposible
hacer el trabajo, ya que no era el viejo quien me irritaba,
sino su ojo. Y cada mañana, cuando amanecía, iba
son miedo a su habitación y le hablaba resueltamente,
llamándole por su nombre con voz cordial y
preguntándole cómo había pasado la noche. Por tanto verá
usted que tendría que haber sido un viejo muy
astuto para sospechar que cada noche, a las doce, yo iba a
mirarlo mientras dormía.
La octava noche, fui más cuidadoso cuando abrí la puerta. El
minutero de un reloj de pulsera se mueve
más rápido de lo que se movía mi mano. Nunca antes había
sentido el alcance de mi fuerza, de mi
sagacidad. Casi no podía contener mis sentimientos de
triunfo, al pensar que estaba abriendo la puerta poco
a poco, y él ni soñaba con el secreto de mis acciones e
ideas. Me reí entre dientes ante esa idea. Y tal vez
me oyó porque se movió en la cama, de repente, como
sobresaltado. pensará usted que retrocedí, pero no
fue así. Su habitación estaba tan negra como la noche más
cerrada, ya que él cerraba las persianas por
miedo a que entraran ladrones; entonces, sabía que no me
vería abrir la puerta y seguí empujando
suavemente, suavemente.
Ya había introducido la cabeza y estaba para abrir la
linterna, cuando mi pulgar resbaló con el cierre
metálico y el viejo se incorporó en la cama, gritando:
-¿Quién anda ahí?
Me quedé quieto y no dije nada. Durante una hora entera, no
moví ni un músculo y mientras tanto no oí
que volviera a acostarse en la cama. Aún estaba sentado,
escuchando, como había hecho yo mismo, noche
tras noche, escuchando los relojes de la muerte en la pared.
Oí de pronto un
quejido y supe que era el quejido del terror mortal. no era un quejido de dolor
o
tristeza. ¡No!Era el sonido ahogado que brota del fondo del
alma cuando el espanto la sobreco ge. Yo
conocía perfectamente ese sonido. Muchas veces, justo a
medianoche, cuando todo el mundo dormía,
surgió de mi pecho, profundizando con su temible eco, los
terrores que me enloquecían. Digo que lo
conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía y sentí lástima
por él, aunque me reía en el fondo de mi corazón.
Sabía que él había estado despierto desde el primer débil
sonido, cuando se había vuelto en la cama. Sus
miedos habían crecido desde entonces. Había estado
intentando imaginar que aquel ruido era inof ensivo,
pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo: "No
es más que el viento en la chimenea, no es más
que un ratón que camina sobre el suelo", o "No es
más que un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había
tratado de convencerse de estas suposiciones, pero era en
vano. Todo en vano, ya que la muerte, al
acercársele se había deslizado furtiva y envolvía a su
víctima. Y era la fúnebre influencia de aquella
imperceptible sombra la que le movía a sentir, aunque no
veía ni oía, a sentir la presencia dentro de la
habitación.
Cuando hube esperado
mucho tiempo, muy pacientemente, sin oír que se acostara, decidí abrir un
poco, muy poco, una ranura en la linterna. Entonces la abrí
-no sabe usted con qué suavidad- hasta que, por
fin, su solo rayo, como el hilo de una telaraña, brotó de la
ranura y cayó de lleno sobre el ojo del buitre.
Estaba abierto, bien abierto y me enfurecí mientras lo
miraba, lo veía con total claridad, de un azul
apagado, con aquella terrible película que me helaba el
alma. Pedro no podía ver nada de la cara o del
cuerpo, ya que había dirigido el rayo, como por instinto,
exactamente al punto maldito.
¿No le he dicho que lo que usted cree locura es solo mayor
agudeza de los sentidos? Luego llegó a mis
oídos un suave, triste y rápido sonido como el que hace un
reloj cuando está envuelto en algodón. Aquel
sonido también me era familiar. Era el latido del corazón
del viejo. Aumentó mi furia, como el redoblar de
un tambor estimula al soldado en batalla.
Sin embargo, incluso en ese momento me contuve y seguí
callado. Apenas respiraba. Mantuve la linterna
inmóvil. Intenté mantener con toda firmeza la luz sobre el
ojo. Mientras tanto, el infernal latido del corazón
iba en aumento. Crecía cada vez más rápido y más fuerte a
cada instante. El terror del viejo debe haber sido
espantoso. Era cada vez más fuerte, más fuerte... ¿Me
entiende? Le he dicho que soy nervioso y así es. Pues
bien, en la hora muerta de la noche, entre el atroz silencio
de la antigua casa, un ruido tan extraño me
excitaba con un terror incontrolable. Sin embargo, por unos
minutos más me contuve y me quedé quieto.
Pero el latido era cada vez más fuerte, más fuerte. Creí que
aquel corazón iba a explotar. Y se apoderó de
mí una nueva ansiedad: ¡Los vecinos podrían escuchar el
latido del corazón! ¡Al viejo le había llegado la
hora! Con un fuerte grito, abrí la linterna y me precipité
en la habitación. El viejo clamó una vez, sólo una
vez. En un momento, lo tiré al suelo y arrojé la pesada cama
sobre él. Después sonreí alegremente al ver
que el hecho estaba consumado. Pero, durante muchos minutos,
el corazón siguió latiendo con un sonido
ahogado. Sin embargo, no me preocupaba, porque el latido no
podría oírse a través de la pared. Finalmente,
cesó. El viejo estaba muerto. Quité la cama y examiné el
cuerpo. Sí, estaba duro, duro como una piedra.
Pasé mi mano sobre el corazón y allí la dejé durante unos
minutos. No había pulsaciones. Estaba muerto.
Su ojo ya no me preocuparía más.
Si aún me cree usted loco, no pensará lo mismo cuando
describa las sabias precauciones que tomé para
esconder el cadáver. La noche avanzaba y trabajé con
rapidez, pero en silencio. En primer lugar
descuarticé el cadáver. le corté la cabeza, los brazos y las
piernas.
Después levanté tres planchas del suelo de la habitación y
deposité los restos en el hueco. Luego coloqué
las tablas con tanta inteligencia y astucia que ningún ojo
humano, ni siquiera el suyo, podría haber
detectado nada extraño. No había nada que limpiar; no había
manchas de ningún tipo, ni siquiera de sangre.
Había sido demasiado precavido para eso. Todo estaba
recogido. ¡Ja, ja!
Cuando terminé con estas tareas, eran las cuatro... Todavía
oscuro como medianoche. Al sonar la
campanada de la hora, golpearon la puerta de la calle. Bajé
a abrir muy tranquilo, ya que no había anda que
temer. Entraron tres hombres que se presentaron, muy
cordialmente, como oficiales de la policía. Un
vecino había oído un grito durante la noche, por lo cual
había sospechas de algún atentado. Se había hecho
una denuncia en la policía, y ellos, los oficiales, habían
sido enviados a registrar el lugar.
Sonreí, ya que no había nada que temer. Di la bienvenida a
los caballeros. Dije que el alarido había sido
producido por mí durante un sueño. Dije que el viejo estaba
fuera, en el campo. Llevé a los visitantes por
toda la casa. Les dije que registraran bien. Por fin los
llevé a su habitación, les enseñé sus tesoros, seguros e
intactos. En el entusiasmo de mi confianza, llevé sillas al
cuarto y les dije que descansaran allí mientras yo,
con la salvaje audacia que me daba mi triunfo perfecto,
colocaba mi silla sobre el mismo lugar donde
reposaba el cadáver de la víctima.
Los oficiales se
mostraron satisfechos. Mi forma de proceder los había convencido. Yo me sentía
especialmente cómodo. Se sentaron y hablaron de cosas
comunes mientras yo les contestaba muy animado.
Pero, de repente, empecé a sentir que me ponía pálido y
deseé que se fueran. Me dolía la cabeza y me
pareció oír un sonido; pero se quedaron sentados y siguieron
conversando. El ruido se hizo más claro, cada
vez más claro. Hablé más como para olvidarme de esa
sensación; pero cada vez se hacía más claro... hasta
que por fin me di cuenta de que el ruido no estaba en mis
oídos.
Sin duda, me había
puesto muy pálido, pero hablé con más fluidez y en voz más alta. Sin embargo,
el
ruido aumentaba. ¿Qué hacer? Era un sonido bajo, sordo,
rápido... como el sonido de un reloj de pulsera
envuelto en algodón. traté de recuperar el aliento... pero
los oficiales no lo oyeron. Hablé má s rápido, con
más vehemencia, pero el ruido seguía aumentando. Me puse de
pie y empecé a discutir sobre cosas
insignificantes en voz muy alta y con violentos gestos; pero
el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se
iban? Caminé de un lado a otro con pasos fuerte, como
furioso por las observaciones de aquellos hombres;
pero el sonido seguía creciendo. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer
yo? Me salía espuma de la rabia... maldije...
juré. balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé
con ella las tablas del suelo, pero el ruido
aumentaba su tono cada vez más. Crecía y crecía y era cada
vez más fuerte. Y sin embargo los hombres
seguían conversando tranquilamente y sonreían. ¿Era posible
que no oyeran? ¡Dios Todopoderoso! ¡No,
no! ¡Claro que oían! ¡Y sospechaban! ¡Lo sabían! ¡Se estaban
burlando de mi horror! Esto es lo que pasaba
y así lo pienso ahora. Todo era preferible a esta agonía.
Cualquier cosa era más soportable que este espanto.
¡Ya no aguantaba más esas hipócritas sonrisas! Sentía que
debía gritar o morir. Y entonces, otra vez,
escuchen... ¡más fuerte..., mas fuerte..., más fuerte!
-¡No finjan más, malvados! -grité - . ¡Confieso que lo maté!
¡Levanten esas tablas!... ¡Aquí..., aquí!
¡Donde está latiendo su horrible corazón!
EL BARRIL DE AMONTILLADO
Edgar Allan Poe
Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de
Fortunato. Pero cuando
llegó el insulto, juré vengarme. Vosotros, que conocéis tan
bien la naturaleza de mi
carácter, no llegaréis a suponer, no obstante, que
pronunciara la menor palabra
con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado.
Este era ya un punto
establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que
lo había resuelto
excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente
tenía que castigar, sino
castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando
su justo castigo
perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación
cuando esta deja de dar a
entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a
Fortunato motivo para
que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como
de costumbre,
sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi
sonrisa, entonces, tenía
como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros
aspectos, era un hombre
digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se
enorgullecía siempre de ser
un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero
talento de los
catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con
frecuencia a lo que el
tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a
engañar a los millionaires
ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas,
Fortunato, como todos sus
compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a
vinos añejos, era
sincero. Con respecto a esto, yo no difería
extraordinariamente de él. También yo
era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y
siempre que se me
presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval,
encontré a mi amigo.
Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido
mucho. El buen hombre
estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un
vestido con listas de
colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico
adornado con
cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber
estrechado jamás su
mano como en aquel momento.
—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, este es un
encuentro afortunado.
Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he
recibido un barril de
algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y
en pleno
Carnaval!
2
—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba
a cometer la
tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito
amontillado, sin consultarle.
No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la
ocasión.
—¡Amontillado!
—Tengo mis dudas.
—¡Amontillado!
—Y he de pagarlo.
—¡Amontillado!
—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a
buscar a
Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...
—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar
puede competir con el
de usted.
—Vamos, vamos allá.
—¿Adónde?
—A sus bodegas.
—No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad.
Preveo que tiene
usted algún compromiso. Luchesi...
—No tengo ningún compromiso. Vamos.
—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo
que tiene usted
mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están
materialmente
cubiertas de salitre.
—A pesar de todos, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado!
Le han engañado a
usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del
amontillado.
Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un
antifaz de seda negra y,
ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire,[1] me dejé conducir
por él hasta mi
palazzo.
Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para
celebrar la festividad
del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería
hasta la mañana
3
siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran
por la casa. Estas
órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para
asegurarme la inmediata
desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una
de ellas y le guié,
haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el
abovedado pasaje
que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y
tortuosa escalera,
recomendándole que adoptara precauciones al seguirme.
Llegamos, por fin, a los
últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro,
sobre el suelo húmedo de
las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su
gorro cónico resonaban
a cada una de sus zancadas.
—¿Y el barril? —preguntó.
—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted esos
blancos festones que
brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que
destilaban las
lágrimas de la embriaguez.
—¿Salitre? —me preguntó, por fin.
—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted
esa tos?
—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados
unos minutos.
—No es nada —dijo por último.
—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es
preciosa, amigo
mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted
feliz, como yo lo he
sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí
respecta, es distinto.
Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con
esa responsabilidad.
Además, cerca de aquí vive Luchesi...
—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia. No me
matará. No me
moriré de tos.
—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no era mi intención
alarmarle sin
motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc
le defenderá de la
humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se
hallaba en una larga fila de
otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
4
—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.
Se llevó la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo
una pausa y me
saludo con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan en
torno nuestro.
—Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.
—Los Montresors —le contesté— era una grande y numerosa
familia.
—He olvidado cuáles eran sus armas.
—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una
serpiente rampante,
cuyos dientes se clavan en el talón.
—¿Y cual es la divisa?
—Nemo me impune lacessit[2]
—¡Muy bien! —dijo.
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles.
También se caldeó mi
fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas
por montones de
esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los
más profundos
recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me
atreví a coger a
Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentando. Como si
fuera musgo,
cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río.
Las gotas de
humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted.
Volvamos antes de que sea
muy tarde. Esa tos...
—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primero echemos otro
traguito de
medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació
de un trago. Sus ojos
llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la
botella al aire con un ademán
que no pude comprender.
Le miré sorprendido. Él repitió el movimiento, un movimiento
grotesco.
5
—¿No comprende usted? —preguntó.
—No —le contesté.
—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
—¿Cómo?
—¿No pertenece usted a la masonería?
—Sí, sí —dije—; sí, sí.
—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
—Un masón —repliqué.
—A ver, un signo —dijo.
—Este —le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una
paleta de albañil.
—Usted bromea —dijo, retrocediendo unos pasos—. Pero, en
fin, vamos por el
amontillado.
—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole
de nuevo mi
brazo.
Se apoyó pesadamente en él y seguimos nuestro camino en
busca del
amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas
bóvedas, bajamos,
avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una
profunda cripta, donde
la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar
nuestras antorchas.
En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos
espaciosa. En sus
paredes habían sido alineados restos humanos de los que se
amontonaban en la
cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes
catacumbas de París.
Tres lados de aquella cripta interior estaban también
adornados del mismo modo.
Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían
esparcidos por el suelo,
formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de
la pared, que había
quedado así descubierta por el desprendimiento de los
huesos, veíase todavía
otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y
tres de anchura, y con
una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido
para un uso
determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre
dos de los enormes
pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas,
y se apoyaba en una
de las paredes de granito macizo que las circundaban.
6
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida,
trataba de penetrar la
profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía
distinguir el fondo.
—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Si aquí
estuviera Luchesi...
—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzando con
inseguro paso y
seguido inmediatamente por mí.
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar
interrumpido su paso por la
roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había
yo conseguido
encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas
de hierro, separadas
horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su
cintura con los
eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos.
Estaba demasiado
aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y
retrocedí, saliendo del
recinto.
—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y no podrá menos
que sentir el
salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le
ruegue que regrese. ¿No?
Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo
antes prestarle
algunos cuidados que están en mi mano.
—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había salido aún
de su asombro.
—Cierto —repliqué—, el amontillado.
Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de
huesos a que antes he
aludido. Apartándolos a un lado no tarde en dejar al descubierto
cierta cantidad de
piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la
ayuda de mi paleta,
empecé activamente a tapar la entrada del nicho.
Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de
albañilería, cuando me di
cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado
en gran parte.
El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que
salió de la
profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre
embriagado. Se produjo
luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera
hilada coloqué la
segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas
sacudidas de la cadena.
El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para
deleitarme con él,
interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los
huesos. Cuando se apaciguó,
por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y
acabé sin interrupción las
quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba
entonces a la altura de mi
pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por
encima de la obra que
había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se
hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la
garganta del hombre
encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia
atrás.
7
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y
empecé a tirar
estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de
reflexión bastó para
tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra
y respiré satisfecho.
Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los
gritos de quien clamaba.
Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza.
Así lo hice, y el que
gritaba acabó por callarse.
Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había
dado fin a las octava,
novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad
de la oncena, y
quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que
luchar con su peso.
Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero
entonces salió del
nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se
emitía con una voz
tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del
noble Fortunato. La voz decía:
—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma!
¡Lo que nos reiremos
luego en el palazzo, ¡je, je, je! a propósito de nuestro
vino! ¡Je, je, je!
—El amontillado —dije.
—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace
tarde? ¿No estarán
esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás?
Vámonos.
—Sí —dije—; vámonos ya.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí —dije—; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras.
Me impacienté y
llamé en alta voz:
—¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
—¡Fortunato!
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el
orificio que quedaba y la
dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo.
Sentía una presión en el
corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas.
Me apresuré a
terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su
sitio la última piedra y la
cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de
huesos contra la nueva
pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace
requiescat!
FIN
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